- Si el gobierno es el defensor del pueblo, ¿para qué van a hacer falta los tribunales de justicia, ese residuo odioso de las sociedades burguesas?
Sobre el rostro del ambicioso provinciano Lucien de Rubempré, deja cincelado Balzac el perfil más agrio en esa galería de retratos con la cual la Comedia humana abre el horizonte glacial del siglo diecinueve. Ese que cerrará al sulfúrico el despiadado Georges Duroy sobre quien Guy de Maupassant erige, en Bel-Ami, su monumento mayor al triunfo del cinismo. Rubempré, precursor en el arte de la corrupción periodística, acaba mal en el albor del siglo. Duroy, de traición en traición, de dama en dama, de saqueo en saqueo, acaba por triunfar apoteósicamente cuando nuestro siglo veinte está ya en puertas.
Al margen de consideraciones morales, la lectura de esas dos novelas debiera ser la prueba selectiva para acceder las escuelas o facultades de periodismo. Todas las claves del éxito profesional quedan, en el trayecto entre ambas (1837, la primera; 1885, la segunda), codificadas con primor. Y cada una de las coartadas ilusorias que enmascaran con su retórica ese ascenso, arrojada al inclemente cubo de la basura.
Al cabo, ya de más de un siglo desde la cabalgada de Duroy, dos casi desde la de Rubempré, el peso de la prensa escrita se ha desleído mucho. Aunque sólo fuera porque leer dejó de ser habilidad o vicio común y la cotización del plumilla a sueldo acabó por los suelos. El soborno político se sabe mucho mejor servido ahora por las omnipresentes pantallas que pueblan de imágenes lerdas, la vida cotidiana de estos a los que llamar «ciudadanos» parece casi insulto; a estos cuyo contento se cifra en el confort de ser benévolos «espectadores». La corrupción ha cambiado de vehículo. Al tiempo que multiplicó su eficacia. El perfecto placer de ser siervo, sin que sea preciso hacer ningún esfuerzo para lograrlo, es hoy el más preciado de los dones con que el Estado riega a sus fieles.
Y ya no es necesario ni siquiera el esfuerzo que, para recibir el óbolo gubernamental, debía completar el cronista corrupto del siglo diecinueve: dominar, al menos, la artesanía de la sintaxis, para mentir sin hacer demasiado el ridículo ante sus lectores. Basta, en este curioso mundo ágrafo nuestro, con trabajarse una buena fotogenia al servicio del pagador más alto. Y, llegado el momento, hasta el menos letrado (o letrada) de los políticos puede permitirse incluso, merced a un divertido tiktok, mandar a «decir misa» a todas las bobas cursilerías garantistas de la vieja Europa. Aniquilemos a los jueces, que son al fin y al cabo sólo odiosa reliquia del fascismo, y erijamos al poder ejecutivo en dador único de justicia y castigo.
Hace ya unos pocos decenios, los precursores de la señora Belarra dieron, en la Albania de Enver Hoxha, con la fórmula mágica del bienestar colectivo: si el gobierno es el defensor del pueblo, ¿para qué van a hacer falta los tribunales de justicia, ese residuo odioso de las sociedades burguesas?
Rubempré o Duroy eran canallas brillantes. Monstruos. Sus herederos son parásitos. Irritantes.