JORGE DE ESTEBAN-EL MUNDO

El autor dice que si, como es previsible, tras la sentencia del 1-O se vivieran graves tumultos en Cataluña, el presidente del Gobierno no tendría más remedio que declarar el estado de excepción o aplicar el 155.

NO ME GUSTA en absoluto representar el papel de pájaro de mal agüero, pero debo decir en mi descargo que una de las funciones de un intelectual consiste en advertir que, si no se ponen los medios adecuados, puede ocurrir un desastre en este país. Y, con más razón, cuando estamos en un periodo electoral, lo que podría hacer que varíen los resultados más esperados.

En el año 2004, España sufrió el mayor acto terrorista de nuestra historia, con 193 muertos y centenares de heridos, provocado por sectores yihadistas. Tres días después de la masacre, tal y como estaba previsto, se celebraron las novenas elecciones generales de la democracia y, en contra de todas las encuestas, el PSOE de Zapatero se las ganó al PP con una ventaja del 4,9%.

Pues bien, en las actuales circunstancias, los resultados electorales no pueden variar únicamente por la triunfante entrada del nuevo partido del mesías Errejón, sin duda un revulsivo especial, sino también, y sobre todo, por los efectos de la sentencia del Tribunal Supremo acerca de los detenidos por su implicación en el Golpe de Estado del 1 de octubre de 2017. Merece insistir en que esa acción se dirigía a acabar con el Régimen de 1978 y a implantar la República en Cataluña. Este intento de derribar el orden constitucional no ha acabado todavía, puesto que se ha permitido que sigan gobernando la Generalitat los cómplices de los acusados y del prófugo Puigdemont. Lo cual demuestra la clara pasividad de los dos últimos Gobiernos españoles, el del PP dirigido por Rajoy y el del PSOE, completado por un rompecabezas de partidos no nacionales, presidido por Pedro Sánchez, quien no sólo no ha impedido el fomento de estas actividades subversivas, sino que con él se han ampliado. Recuérdense los acuerdos de Pedralbes del 20 de diciembre de 2018, en los que, junto a unas elaboraciones preliminares que desbordan la Constitución, Torra impuso los 21 puntos que debió redactar un constitucionalista ebrio por las barbaridades que dice.

Señalemos algún botón de muestra: «Hay que reconocer y hacer efectivo el derecho de autodeterminación del pueblo de Cataluña»; «es necesaria una mediación internacional que debe facilitar una negociación en igualdad»; «la soberanía de las instituciones catalanas debe ser respetada y no amenazarla con la aplicación del artículo 155»… y así el resto de las memeces que pedían. Para disimular, por si alguien tragaba, alguna buena intención patriótica, como «hay que frenar el retroceso de la imagen de España en el mundo». Tal cúmulo de estupideces no sólo señala la incompetencia de Torra y sus asesores, sino también la eventual traición de Sánchez, que no se levantó del asiento y les mandó a paseo.

En este sentido, vale la pena recordar aquí lo que dice la Constitución de EEUU sobre un supuesto que se podría aplicar igualmente al caso español si queremos asegurar nuestra supervivencia nacional. Lo podríamos denominar el impeachment español, a semejanza de lo que ocurre hoy en Estados Unidos, donde muchos se lo quieren aplicar a Donald Trump.

Ahora bien, resulta curioso que la Constitución de EEUU, que cita el impeachment seis veces, en los artículos 1, 2 y 3, no defina con una cierta concreción en qué consiste el citado concepto. Sin embargo, se puede deducir su definición interpretando tanto los artículos referidos como especialmente lo que señala la enmienda XIV de la Ley Fundamental americana, aprobada en 1868, y que dice así: «Las personas que habiendo prestado juramento previo en calidad de miembros del Congreso o de funcionarios de Estados Unidos de cualquier Estado, de que sostendrían la Constitución de EEUU, hubieran participado en una insurrección o rebelión en contra de ellos o proporcionando ayuda o protección a sus enemigos, no podrán ser senadores o representantes en el Congreso, ni electores del presidente o vicepresidente ni ocupar ningún empleo civil o militar que dependa de Estados Unidos o de alguno de los Estados miembros».

Este precepto, que tiene alcance general, nos puede servir de modelo. Evidentemente, se excluye de él al presidente, porque la acusación por traición o impeachment en su caso, requiere unas características propias. En primer lugar, según dice el artículo 2, sección 4ª, de la Constitución americana: «El presidente, el vicepresidente y todos los funcionarios civiles de Estados Unidos serán separados de sus puestos al ser acusados y declarados culpables de traición». Se deduce, en consecuencia, que si no cumple el juramento que acata, según señala el mismo artículo, cuando toma posesión de su cargo –«Juro (o prometo) solemnemente que desempeñaré legalmente el cargo de presidente de Estados Unidos y que guardaré, protegeré y defenderé la Constitución de los Estados Unidos»–, quedará automáticamente destituido si triunfa el impeachment.

Por otra parte, según indica el artículo 1º, sección 2ª, la Cámara de Representantes es la única facultada para declarar procedente los impeachments, mientras que según el mismo artículo, sección 5ª, es el Senado el que debe juzgar las «acusaciones de traición» del presidente. No es verdad que esta institución sea exclusiva de los países presidencialistas como muchos opinan, porque precisamente se inspira en el procedimiento que se inició en Gran Bretaña en el siglo XIV para juzgar a los altos cargos de la Corona. Pero desde que el premier responde políticamente ante la Cámara de los Comunes, este sistema entró en desuso. En cualquier caso, la Cámara de los Comunes era la que iniciaba el proceso, aunque el juicio se desarrollaba en la Cámara de los Lores. Curiosamente, tal sistema de enjuiciar únicamente al primer ministro ha vuelto a surgir en la actualidad con motivo de las ilegalidades de Boris Johnson, que después de haber cometido una acción totalitaria, disolviendo el Parlamento, varios Tribunales le han declarado culpable, obligándole a abrir de nuevo el Palacio de Westminster. Veremos lo que pasa en el futuro.

Pero volviendo al caso americano, hay que señalar que en Estados Unidos, aunque se iniciaron más de una docena de procesos de acusación por traición a nivel federal, solo dos Presidentes obtuvieron una resolución condenatoria. El primero fue Andrew Johnson, en 1868, y el segundo, Bill Clinton, en 1998. No obstante, ambos fueron finalmente absueltos. Pero la paradoja es que el único presidente que se vio obligado a dimitir por causa de la amenaza de un impeachment fue Nixon, el cual no fue juzgado finalmente, sino que dejo su puesto por la presión de la prensa y de la opinión pública, con motivo del famoso asunto Watergate. Yo tuve la ocasión de seguir de cerca este famoso embrollo, siendo visiting Scholar en la Universidad de Ann Arbor en el año 1974. Recuerdo que el 8 de agosto de ese año, cuando me encontraba leyendo, arrullado por la famosa melodía de la película El golpe, me sobresaltó un ruido infernal que procedía de la garganta de miles de estudiantes universitarios que reaccionaban en el momento en que la televisión comunicó que no hacía falta iniciar el proceso del impeachment porque Nixon había tirado la toalla. El triunfo se debió, como digo, fundamentalmente a la opinión pública, porque en una democracia auténtica no habría necesidad de aplicar las leyes, cuando los ciudadanos demuestran masivamente que están en contra de lo que hace mal el Gobierno. Sea lo que sea, no sabemos ahora lo que sucederá con el impeachment que muchos ciudadanos quieren que se aplique al estrambótico presidente Trump.

EN CUALQUIER caso, éste es un ejemplo de lo que podría pasar en España si, desgraciadamente, se cumple lo que es previsible cuando se conozca la sentencia del Tribunal Supremo sobre el procés. Es de temer que sus efectos comporten una serie de tumultos que podrían producir algún muerto. Pero si, por desgracia, ocurriese así, el presidente del Gobierno en funciones sólo tendría dos salidas. Una, declarar el estado de sitio, porque considerase que se ha producido lo que señala el artículo 32 de la Ley de los estados de excepción: «Cuando se produzca o amenace producirse una insurrección o acto de fuerza contra la soberanía o independencia de España, su integridad territorial o el ordenamiento constitucional, que no pueda resolverse por otros medios, el Gobierno de conformidad con lo dispuesto en el apartado 4º del artículo 116 CE, podrá proponer al Congreso de los Diputados la declaración del estado de sitio», que se podría completar si acaso por la Ley de Seguridad Nacional de 2015. Y, por otro lado, recurrir, a pesar de que el presidente está en funciones, a la aplicación del famoso artículo 155.

Una u otra de las dos medidas tendrían que tomarse de inmediato. Pero si Sánchez no lo hiciera, la única manera de evitar el desorden y la desmembración de España sería recurrir al impeachment español que regula el artículo 102. 2 CE, refiriéndose a la responsabilidad criminal del presidente y los demás miembros del Gobierno , que dice así: «Si la acusación fuese por traición o por cualquier delito contra la seguridad del Estado en el ejercicio de sus funciones, sólo podrá ser planteada por iniciativa de la cuarta parte de los miembros del Congreso (86 diputados) y con la aprobación de la mayoría absoluta del mismo». En definitiva, una opción que no debemos olvidar ante el cantinfleo continuo del presidente Sánchez con los diputados separatistas y el trastornado presidente de la Generalitat, pues ya conocemos su connivencia con los chicos de los CDR, a algunos de los cuales la Guardia Civil acaba de coger con las manos en la masa (explosiva, claro está). En fin, la esperanza es el estado de ánimo que la mayoría de los españoles necesitamos ante lo que se nos viene encima.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO.