ARCADI ESPADA-El Mundo
—Quería dejar constancia de que respondo por imperativo legal a la acusación particular.
—Pero fíjese don Joan que todo lo que está pasando aquí es por imperativo legal. Todos estamos aquí por un imperativo legal.
Imperativo legal es el eufemismo que el tipo humano de referencia usa para describir la aversión moral que le causa la ley. Si no me equivoco, los primeros en usarlo en España fueron los diputados de Herri Batasuna que introdujeron el animalito al ir a tomar posesión de sus escaños. En el juicio lo han usado testigos renuentes a responder a Vox o a declarar en castellano. Y aquí el imperativo legal exhibe como pocas veces su interesante doblez. Los procesionarios se acogen ahora al imperativo porque quieren gozar del beneficio general que les da la ley, que es el de declarar a favor de los acusados. Como los de Batasuna transigían con el imperativo porque era la única manera que tenían de ser diputados. Sin embargo, el 1 de octubre los procesionarios no se acogieron al imperativo legal para mantener en el plano y la contención adecuados las ardorosas convicciones morales que les impelían a votar en un referéndum ilegal. Hasta tal punto hicieron caso omiso del imperativo que a alguno hubo de aplicársele el imperativo de la porra, una de las encarnaciones más conocidas del animalito principal.
Convocados, como los otros días, por las defensas, los testigos del 1 de octubre fueron describiendo la jornada con la rutina habitual. Hermandad y buenos mozos. El motivo por el que han sido convocados no deja de tener un punto misterioso. Todos ellos describen sin aprensiones de qué forma benévola incumplieron la ley y cómo utilizaron la fuerza para impedir que los monomios accedieran a los colegios, requisaran las urnas e interrumpieran la celebración de un acto ilegal. Sé que los catalunyenses llaman amor a su fuerza y pretenden, como cualquier otro grupo identitario, enfermo o no, que usemos sus palabras y no las palabras de todos. Pero a estas alturas preveraniegas del juicio ya está claro que la ley pudo desobedecerse en Cataluña gracias a la fuerza de la masa. Y que entre los encargados de hacerla cumplir hubo una Policía que se inhibió y otra que no, porque ambas tenían instrucciones distintas sobre el uso de la fuerza. En el caso de los Mossos estrictamente reservada a las ocasiones en que se produjeran agresiones a algunos de sus efectivos o a terceras personas, y no para impedir las votaciones. Mientras que en el caso de la Policía y la Guardia Civil la fuerza —proporcionada, como es de ley— fue un instrumento legítimo más para dar cumplimiento a la instrucción judicial que prohibía el referéndum.
Así pues, la convocatoria de estos testigos más parece que vaya a acabar beneficiando a las acusaciones. Pero, desde luego, no será por el esfuerzo invertido. El carácter rutinario de sus interrogatorios llega a veces a ser irritante. Inasequible al desaliento desfila a cada rato el objeto urna. Que quién trajo las urnas. Que si ya estaban cuando usted estaba. Invariablemente los testigos se hacen los longuis o es que son longuis. Por el contrario, en todo lo que se lleva de juicio, aún es la hora de que alguien se interese no por la llegada de las urnas sino por su salida. ¿Cómo es posible que ninguno de esos autodenominados presidentes de las autodenominadas mesas electorales haya sido citado en Sala para declarar qué hizo con los votos ya contados, a quién y por qué medio transmitió los resultados de su mesa y qué se hizo de los votos físicos? Los propios observadores extranjeros desplazados por la Generalidad a las votaciones ya dictaminaron que el referéndum no tuvo la más mínima garantía, entre otras cosas gracias a la actividad disruptiva de la Guardia Civil en los días previos. Pero la obligación de los fiscales es la de documentar el trayecto de los votos de las mesas hasta las mesas del gobierno, porque en ese trayecto hay comprometidas responsabilidades aún muy oscuras. Si la conclusión fuera que la Generalidad se inventó un referéndum, eso tampoco minimizaría su responsabilidad, como quizá teman los fiscales. Estaríamos buenos, después de cuarenta años de nacionalismo, y de sus efectos, que absolviéramos ahora a toda ficción de su carácter maligno.