EL CORREO 29/03/14
KEPA AULESTIA
· El soberanismo catalán y el vasco se jactan de una claridad de intenciones que no poseen
En Euskadi nos encontramos a la espera de lo que suceda en Escocia en septiembre y de lo que no suceda en Cataluña en noviembre
La semana ha hecho coincidir las exégesis más laudatorias en torno a la figura de Adolfo Suárez, con la sentencia del Tribunal Constitucional sobre la declaración de soberanía del parlamento de Cataluña de enero de 2013, y con la primera piedra de la ponencia parlamentaria sobre el futuro del autogobierno vasco. Se ha ensalzado el consenso que hizo posible la Transición y, al mismo tiempo, se ha advertido del agotamiento del marco jurídico al que dio lugar. Hay dos versiones al respecto. La del PSOE y algunas voces sueltas señalando que ya es hora de reformar la Constitución, y la de los nacionalismos catalán y vasco desinteresándose de la eventual renovación del andamiaje constitucional.
A su vez, tanto en Cataluña como especialmente en Euskadi, el deseo de revisar lo que la Transición dio de sí entre 1977 y 1979 presenta su propio abanico de posturas. Desde la izquierda abertzale, cuya existencia misma se sustenta en la denuncia del carácter meramente formal de ‘este’ sistema de libertades, hasta Unió Democrática, que trata de aferrarse al entendimiento con Madrid, como se ha visto en la voluntarista interpretación de Duran i Lleida de la sentencia del TC y en la reivindicación de Sánchez Llibre del ‘pacto fiscal’ para Cataluña aprovechando el trámite de actualización del concierto vasco en el Congreso. No hay una alternativa nítida y viable a los consensos que dieron lugar a la Constitución por una parte y al Estatuto de Gernika por la otra. Pero es verdad que ambos marcos corren el riesgo de ajarse. El constitucional cuestionado por infinidad de flancos, y el estatutario devaluado por quienes conciben el autogobierno existente como un bien menor respecto a los derechos originarios del pueblo vasco.
En esto del autogobierno –como casi todo en política- el ‘qué’ depende del ‘cómo’ y del ‘cuándo’. El cuándo y el cómo de la Transición determinaron lo que tenemos. Pero el debate territorial bien podría desmembrar el actual marco constitucional sin ofrecer a cambio un mapa más estable o más integrador. Al tiempo que la cuestión autonómica tiende a solventarse por elevación, de manera que la tensión centrífuga se impone sobre la convivencia plural en Cataluña o Euskadi.
La sentencia del TC sobre la declaración del parlamento de Cataluña niega la constitucionalidad de que el pueblo catalán se erija en sujeto soberano para determinar su futuro por su cuenta, y contiene una doble invitación: al diálogo político para que el llamado «derecho de decisión» pueda versar sobre cuestiones tasadas y/o a la reforma del propio marco constitucional siguiendo, claro está, los procedimientos establecidos, que en ningún caso concederían una potestad soberana a Cataluña o a Euskadi. Diálogo y reforma que el soberanismo catalán y el vasco tienden a dar por amortizados sin siquiera explorarlos, porque para ellos constituyen un enredo análogo al que supuso la Transición al concebir la soberanía como un atributo exclusivo del conjunto del pueblo español, negándoselo así a cada una de sus nacionalidades, reconocidas como tales en la Constitución.
Pero el ‘qué’ y el ‘cómo’ remiten inexorablemente al ‘cuándo’. El soberanismo catalán da a entender que tiene claro lo que quiere, que ha trazado una ruta inamovible. Sin embargo son significativas las contradicciones que surgen, sin ir más lejos, ante la reciente sentencia del TC. Disgusta que el Alto Tribunal se pronuncie sobre una declaración parlamentaria sin alcance jurídico, y por hacerlo se le imputa una intencionalidad política incluso antes de leer la sentencia. Lo cual da que pensar sobre la solidez del proyecto que se esfuerza en liderar Artur Mas. Una vez leída la sentencia se reitera la voluntad de continuar hacia delante, echando mano eventualmente de alguna de las consideraciones de la misma.
El ‘president’ Mas se muestra firme sin explicar en ningún momento cómo, por ejemplo, podría realizarse la consulta fechada para el 9 de noviembre sin el concurso de ese elemento tan trivial que son las juntas electorales, constituidas en torno al poder judicial. Su ‘partenaire’ posibilista, Duran i Lleida, lo ha explicado diciendo que si la ley propia de consultas, prevista para septiembre, es impugnada y anulada por el TC siempre cabría derivar el referéndum hacia unas elecciones autonómicas plebiscitarias, todo dentro de la Ley. Un dechado de claridad estratégica.
En 1979 a Euskadi le interesaba ir por delante en la presentación de su proyecto de Estatuto respecto a Cataluña. Veinte años después el lehendakari Ibarretxe quiso salirse del cauce ordinario de revisión estatutaria para postular un nuevo estatus político para Euskadi. Tras su fracaso, y haciendo de la necesidad virtud, hemos renunciado a las posiciones de vanguardia y ahora nos encontramos a la espera de lo que suceda en Escocia en septiembre y de lo que no suceda en Cataluña en noviembre. El PNV y el PSE han coincidido en un calendario que permite a los jeltzales apurar el paso o ralentizarlo según lo que ocurra entre escoceses y catalanes, y a los socialistas vascos posponer un año o dos la próxima efervescencia soberanista en Euskadi.
Pero la agenda de la reforma constitucional y de la revisión autonómica tiene su ‘cuándo’ en las elecciones generales previstas para 2015. No porque las conclusiones de la larga ceremonia de la ponencia se prevean para entonces, sino porque solo la eventualidad de un cambio político en España podría acabar con el impasse. Claro que para eso tendrían que darse dos de estas circunstancias: que el PSOE se cobre su revancha respecto al PP ocupando el primer puesto tras el escrutinio, o que una victoria sin mayoría absoluta del partido de Rajoy sea anulada por la gestación de una alianza de socialistas y nacionalistas a la que se sume Izquierda Unida. En otras palabras, que se pase de la sintonía de contención constitucional entre las dos principales formaciones en España a una alternancia radical. No daría como para reformar la Constitución, pero sí para que los nacionalismos catalán y vasco se encuentren con una prórroga más que les permita seguir ostentando el poder autonómico sin asumir otro riesgo independentista que el del mitin semanal.