Ignacio Varela-El Confidencial
- Uno de los rasgos que distinguen la izquierda progresiva de la regresiva es que para la primera el camino a la equidad social pasa por que no haya pobres y para la segunda el problema principal es que haya ricos
Un antiguo profesor universitario que dio clase a varios miembros del núcleo fundacional de Podemos (Pablo Iglesias, Íñigo Errejón, Carolina Bescansa, entre otros) me contó que, en cierta ocasión, les puso el siguiente ejercicio: imaginen dos sociedades, la A y la B. En la sociedad A, el más rico tiene 10 y el más pobre tiene cinco. Entre ambos suman 15, con una diferencia entre ellos de cinco puntos. En la sociedad B, el más rico tiene siete y el más pobre tiene cuatro. Entre ambos suman 11, lo que significa que la sociedad B en conjunto es más pobre que la A. Además, ambos poseen menos en B que en A, pero la distancia se ha reducido a tres puntos. ¿Cuál de los dos modelos prefieren? Según el profesor, todos ellos se inclinaron sin vacilar por la B. Más pobreza para todos, a cambio de menos desigualdad.
En su aparente simpleza, es una prueba altamente reveladora, que muestra hasta qué punto un patrón ideológico adquirido en la juventud puede producir alteraciones sustanciales de por vida en la percepción de la realidad, así como una concepción del mundo tan distorsionada por los estereotipos que conduzca a preferir mayor pobreza global e individual, siempre que esa pobreza esté mejor repartida.
Uno de los rasgos que ayudan a distinguir la izquierda progresiva de la regresiva es que para la primera el camino hacia la equidad social pasa por evitar que haya pobres y para la segunda el problema principal es que haya ricos. Finalmente, se trata de igualar por arriba, según los modelos socialdemócratas exitosos del norte de Europa, o igualar por abajo, según los desastrosos modelos populistas de la sedicente izquierda latinoamericana —por no hablar de los experimentos totalitarios del comunismo—.
Con ese equipaje ideológico llegaron Iglesias y los suyos al Consejo de Ministros. Hay que admitir que nunca lo ocultaron: todo su vocabulario y todas sus propuestas —también sus medidas, cuando han salido adelante— los identifican con esa izquierda regresiva que apuesta sin disimulo por que España se parezca más a una sociedad del tipo B que a una del tipo A: entre extirpar la riqueza o extirpar la pobreza, su código genético los conduce de forma casi instintiva a dar prioridad a lo primero. En su caso, la clásica antinomia populista que reduce toda la complejidad social a la lucha de ‘los de abajo contra los de arriba’ se complementa con la consigna, tan carpetovetónica, que reza ‘¡Abajo el que suba!’.
Lo malo es que en este, como en muchos otros temas, los postulados y el lenguaje —sobre todo el lenguaje— de la izquierda regresiva parecen haberse contagiado al socio mayoritario del Gobierno, que ha tardado poco en aficionarse a un discurso burdamente binario, apegado a la dialéctica amigo-enemigo y fraudulento desde que se extiende a sí mismo un título de propiedad exclusiva sobre conceptos como ‘la gente’, ‘el pueblo’, ‘la ciudadanía’ o, por usar latiguillos en boga, ‘quienes-más-lo-necesitan’. Escuchando últimamente el coro —desafinado— de ministros y ministras del PSOE, empezando por el propio Sánchez, todo suena más al Grupo de Puebla que a la filarmónica de Berlín. Con la conllevanza en el Gobierno, el partido de Sánchez se ha contagiado más de populismo plebiscitario que Podemos de socialdemocracia. Como no me creo que se lo crean, me pregunto si realmente alguien los ha convencido de que esa es la fórmula eficaz para taponar la copiosa fuga de antiguos votantes socialistas al PP que muestran las encuestas. Si en algo se nota más que en ningún otro aspecto, es en el discurso sobre los impuestos.
Es un fenómeno universal que exista una relación inmediata y directa entre la proximidad de unas elecciones y la subasta de ofertas en materia de impuestos; en todas las direcciones. Sucede prácticamente en todos los países democráticos: aquí, como de costumbre, de forma singularmente tosca y desprovista de cualquier atisbo de sutileza. ¿Usted es de izquierdas? Diga que asará a impuestos a los ricos y una lluvia de votos caerá sobre usted. ¿Es de derechas? Prometa bajadas masivas de impuestos y le sucederá lo mismo. En ambos casos, estamos en el mundo de la fantasía política que nace de la pereza intelectual.
Anunciar a bombo y platillo un ‘impuesto a los ricos‘ así, a boleo, admitiendo además que se desconoce en qué figura tributaria se inscribirá, cómo se instrumentará jurídicamente, cuál será su público objetivo (¿dónde empieza exactamente el mundo de los ricos y con qué parámetros se define?) y cómo y cuánto se espera recaudar con él, no es ni siquiera un anticipo serio de una decisión de gobierno: es simplemente una proclama.
Además, es imprudente. Las subidas de impuestos, como las de los tipos de interés o las devaluaciones monetarias, pertenecen a ese tipo de decisiones que conviene que los afectados se enteren de ellas lo más cerca posible del día en que se publican en el BOE. En un país como España, donde precisamente los ricos tienen a su disposición un amplísimo surtido de vías de elusión y evasión fiscal, ese tipo de bravatas preelectorales o no van en serio o, si se hacen verosímiles, contienen toda una invitación a precaverse de ellas.
En lo que se refiere a los ricos españoles, me conformaría si todos ellos pagaran íntegramente los impuestos que les corresponden
En lo que se refiere a los ricos españoles, me conformaría —y sería mucho más lucrativo para el procomún— si todos ellos pagaran íntegramente los impuestos que les corresponden según la legalidad vigente. Es tarea casi imposible precisar el volumen del fraude fiscal, pero los expertos coinciden en que la parte del león no procede de las rentas salariales sino de las de los rendimientos opacos del capital y en que España es un lugar excelente para practicarlo impunemente. Ningún nuevo impuesto se acercará siquiera a compensar una mínima parte del ingente volumen de dinero que el Estado pierde anualmente a causa del fraude consentido. Con un pequeño aumento de la eficacia en ese terreno, el Estado recaudaría mucho más que con el fantasmal impuesto anunciado, con más retórica que contenido, por la ministra de Hacienda y jaleado por sus socios. Claro que eso desplaza a la Administración la carga de la prueba y exige un trabajo oscuro que no luce electoralmente a corto plazo.
En cuanto a la derecha, la dirección del Partido Popular parece convencida de que la política tendente a ‘impuestos cero’ será un manantial inagotable de votos, sin discriminación de territorios, coyunturas económicas o necesidades de financiación de servicios públicos y prestaciones esenciales en plena emergencia inflacionaria y energética, que coloca a millones de economías domésticas al borde del estado de necesidad.
Abrir una carrera de reducciones fiscales entre una de las comunidades más pobres de España y la más rica de todas por el solo hecho de que ambas son las joyas de la corona electoral que exhibe el Partido Popular es una prueba contundente de que se trata más de una consigna partidaria y un señuelo electoral que de una medida pegada a la realidad de cada territorio. La relativa descentralización de las políticas fiscales se justifica por la diversidad de las condiciones socioeconómicas y no es saludable convertirla en una bandería de diferenciación ideológica.
Moreno Bonilla es muy libre de emular a Ayuso, aunque la economía andaluza tenga poco que ver con la madrileña, pero es de esperar que luego no pretenda recuperar los recursos a los que renunció voluntariamente en la mesa de la financiación autonómica —si es que algún día se abre esa mesa, lo que no sucederá en esta legislatura—.