Ignacio Varela-El Confidencial
- Las últimas matizaciones introducidas en sus respectivos discursos por el Gobierno y la oposición abren objetivamente un espacio para la negociación
Como contribuyente, consumidor de energía eléctrica y ciudadano, me trae completamente sin cuidado si la posición del Partido Popular sobre el impuesto a las compañías eléctricas y a los bancos es más o menos congruente con la de otros conservadores europeos. Convertir esa supuesta divergencia en el centro de la cuestión quizá sea útil en la cansina gresca partidista, pero no ayuda en nada a resolver la cuestión de fondo. Aplicando correlativamente esa misma lógica, habría que señalar acusatoriamente a Sánchez cada vez que su discurso y posiciones se diferencian de las del compañero Scholz o de los frugales gobiernos socialdemócratas nórdicos.
Igualmente, me importa muy poco si el discurso de Ursula von der Leyen sobre el estado de la Unión ha obligado a Feijóo a rectificar su posición oficial o ha sido el Gobierno el obligado a matizar el sentido de su proyecto y abrirse a posibles modulaciones. El uso como instrumento de agresión del saludable término ‘rectificar’ es una muestra más del grado de contaminación del debate político en España.
Lo único que debería importar a unos y otros en esta emergencia es encontrar el mejor camino al objetivo —que ambas partes deberían reconocer como común— de evitar a corto plazo que una parte importante de la sociedad española caiga en la pobreza energética, haciéndolo compatible con una política antiinflacionaria eficaz y no populista. Si es posible que esa política sea fruto de un acuerdo, infinitamente mejor. Lo único que hay que hacer para ello es dejar de contar votos por anticipado durante cinco minutos.
Tanto el Gobierno como el primer partido de la oposición desean hacer suya la propuesta de la Comisión Europea, lo que, si el deseo es sincero, obliga a unos y otros a revisar sus planteamientos iniciales, aparentemente irreductibles e incompatibles. Sin embargo, a primera vista parecería que lo que realmente buscan es utilizar esa propuesta a modo de garrote con el que partir la crisma del contrario, mediante la conocida técnica de manipular la postura del rival, atribuyéndole lo que no dijo, para ridiculizarlo y golpearlo mejor. Pero, por una vez y aunque no lo merezcan, concedámosles la presunción de buena fe (tampoco estaría mal que, excepcionalmente, se la concedieran entre sí).
Lo cierto es que hace una semana teníamos una feroz discusión de principios, teñida de demagogia y de basura ideológica, según la cual para unos el PP actuaría como una marioneta de los intereses de la oligarquía (lo que concuerda mal con el hecho de que cerca de ocho millones de personas se muestren dispuestas a votar a ese partido) y, para los otros, el Gobierno pretende imponer medidas extractivas que conducen a la quiebra de la economía de mercado y nos aproximan al comunismo. No parecía existir posibilidad alguna de aproximación entre el principio de ‘impuestos cero’ que se achaca al PP y el grito de ‘muerte al rico, to’ p’al pueblo’ que viene ensayando el oficialismo.
Pues bien, han bastado 48 horas y un discurso sensato de la presidenta de la Comisión Europea para constatar que se está discutiendo sobre la letra pequeña. Hasta donde alcanzo a entender, ambas partes asumen que es razonable demandar a las grandes compañías eléctricas, beneficiarias de modo exorbitante de la escalada de los precios, un esfuerzo para aliviar la situación desesperada de millones de familias y de pequeñas empresas, y que para ello podría utilizarse alguna medida fiscal más o menos temporal. Algo es algo.
Escuchadas las últimas declaraciones del PP y del Gobierno —despojadas de la inevitable hojarasca de improperios recíprocos—, las diferencias parecen versar sobre los siguientes puntos:
- Si el impuesto que se propone debe aplicarse a los beneficios extraordinarios de las compañías eléctricas —es decir, a los que están obteniendo únicamente gracias a la espiral inflacionaria— o a toda su facturación ordinaria.
- Si, a los efectos de ese nuevo instrumento fiscal, hay que meter en el mismo paquete a las eléctricas y a los bancos o deben recibir tratamientos separados.
- Si el producto del nuevo impuesto debe repercutir directamente sobre la factura de la luz que pagan los consumidores o engrosar las arcas de la Hacienda pública para que esta lo administre como mejor lo parezca. Lo que conduce a la cuestión —no menor y, esta sí, sustancial— de si es razonable que el otro gran beneficiario de la hiperinflación, que es el Estado, exija sacrificios a todo el mundo, excepto a sí mismo.
- Si, por tanto, el aumento de la presión fiscal a las compañías eléctricas y al sector financiero debería ir acompañado de una relajación de esa presión a las economías domésticas y a las empresas pequeñas y medianas.
No digo que sean diferencias insignificantes, pero hay que empeñarse en ello para considerarlas insalvables. Con rectificación o sin ella, me parece claro que las últimas matizaciones introducidas en sus respectivos discursos por el Gobierno y la oposición abren objetivamente un espacio para la negociación. Otra cosa es que se desee aprovechar la ocasión o se prefiera enterrarla, como de costumbre.
La oportunidad es aún más clara porque, afortunadamente, la Constitución impide crear nuevas figuras tributarias por decreto-ley, lo que ha obligado al Gobierno a resucitar —por una vez y sin que sirva de precedente— el casi olvidado procedimiento legislativo ordinario. Así pues, esta vez no habrá la habitual votación con trágala a cara de perro sobre un hecho consumado, sino un trámite de enmiendas, un debate en la comisión y en el pleno y la aprobación final en ambas cámaras (¿se acuerdan?, qué tiempos aquellos).
Es evidente que el PP ha manejado este asunto con notable impericia en la comunicación, lo que ha otorgado al Gobierno una posición de aparente ventaja en el combate táctico. Feijóo y su equipo vienen dando muestras de una suficiencia —quizás inducida por las encuestas favorables— que amenaza convertirse en peligrosa negligencia ante un adversario (Sánchez) dispuesto a hacer cualquier cosa por defender su poder hasta la última dentellada. También resulta sorprendente que el líder de la alternativa haya necesitado casi seis meses para hacerse visible en Bruselas. Le está costando hacerse a la idea de que ya no disputa la Vuelta a Galicia.
Ahora, la pelota está del lado del Gobierno. Probablemente sin quererlo, entre unos y otros han creado una ocasión insólita para intentar un acuerdo en un asunto trascendental para la sociedad, que no admite esperas ni más rebuznos sectarios. A Sánchez le toca demostrar si está realmente disponible para servir al interés general o prefiere aprovechar su circunstancial ventaja posicional en esta contienda sacada de quicio —como todas las anteriores— para reproducir por enésima vez la lógica de las trincheras ‘ad maiorem gloriam suam’.