La presunción de constitucionalidad en el ejercicio de los derechos fundamentales es una premisa indiscutida en todo sistema democrático. Se exigen pruebas inequívocas, y no suposiciones, de conductas destructoras de dicha presunción para que un ciudadano pueda ser privado del ejercicio del derecho fundamental.
«La necesidad de defender la democracia de determinados fines odiosos y de determinados métodos, de preservar sus cláusulas constitutivas y los elementos sustanciales del Estado de derecho, la obligación de los poderes públicos de hacer respetar los derechos básicos de los ciudadanos, o la propia consideración de los partidos como sujetos obligados a realizar determinadas funciones constitucionales, para lo cual reciben un estatuto privilegiado, han llevado a algunos ordenamientos a formular categóricamente un deber estricto de acatamiento, a establecer una sujeción aún mayor al orden constitucional y, más aún, a reclamar un deber positivo de realización, de defensa activa y de pedagogía de la democracia. Deberes cuyo incumplimiento les excluye del orden jurídico y del sistema democrático.
La presente ley, sin embargo, a diferencia de otros ordenamientos, parte de considerar que cualquier proyecto u objetivo se entiende compatible con la Constitución, siempre y cuando no se defienda mediante una actividad que vulnera los principios democráticos y los derechos fundamentales de los ciudadanos.
Tal y como ya se indicaba en la exposición de motivos de la Ley Orgánica 7/2000, de 22 de diciembre (de reforma del Código Penal), no se trata, con toda evidencia, de prohibir la defensa de ideas o doctrinas, por más que éstas se alejen o incluso pongan en cuestión el marco constitucional.
Cabe concluir por ello que, sin perjuicio de otros modelos, la presente normativa se sitúa en una posición de equilibrio, conciliando con extrema prudencia la libertad inherente al máximo grado de pluralismo con el respeto a los derechos humanos y la protección de la democracia.
Esta línea se confirma con el segundo de los principios tomados en consideración, como es el de evitar la ilegalización por conductas aisladas, exigiéndose por el contrario una reiteración o acumulación de acciones que pongan de manifiesto inequívocamente toda una trayectoria de quiebra de la democracia y de ofensa a los valores constitucionales, al método democrático y a los derechos de los ciudadanos».
Acabo de transcribir, literalmente, las palabras de la Exposición de Motivos de la Ley Orgánica 6/2002, de 27 de junio, de Partidos Políticos. De ellas se deduce con toda evidencia que lo que se pretende es excluir la violencia de la competición política. Sin violencia se puede defender todo. Con violencia no se puede defender nada. Esta es la finalidad que persigue la norma. Y con ese canon de la violencia tienen que ser enjuiciadas las conductas, a fin de comprobar si pueden participar o no en la competición electoral.
Esto valía y sigue valiendo para Sortu, ya que todavía no se ha pronunciado sobre su inscripción en el Registro de Partidos el Tribunal Constitucional, pero vale todavía más para Bildu, que no es un partido político sino una agrupación electoral, que al no ser ejercicio del derecho de asociación (art. 22 CE), sino únicamente del derecho de participación política (art. 23 CE), no tiene un canon de constitucionalidad tan exigente.
¿Dónde está en los integrantes de las candidaturas de Bildu la «reiteración o acumulación de acciones que pongan de manifiesto inequívocamente toda una trayectoria de quiebra de la democracia y de ofensa a los valores constitucionales, al método democrático y a los derechos de los ciudadanos»? ¿Con base en qué evidencia empírica extraída de la conducta de los ciudadanos integrados en las candidaturas de Bildu se puede concluir que dichos ciudadanos están cometiendo fraude en el ejercicio de su derecho fundamental de participación política al integrarse en dicha agrupación electoral?
La presunción de constitucionalidad en el ejercicio de los derechos fundamentales es una premisa indiscutida e indiscutible en todo sistema político democrático digno de tal nombre. Se exigen pruebas inequívocas de conductas destructoras de dicha presunción para que un ciudadano pueda ser privado del ejercicio del derecho fundamental. Pruebas de las conductas de los ciudadanos que están ejerciendo el derecho fundamental y no suposiciones más o menos verosímiles.
La interpretación de los derechos fundamentales y de la legislación de desarrollo de los mismos tiene que ser siempre la más favorable al ejercicio del derecho fundamental de que se trate. Este es otro de los ejes en torno a los que gira la interpretación de los derechos fundamentales tanto por la justicia ordinaria como por la jurisdicción constitucional. Y en este caso la conclusión a la que se debería llegar no puede ser más evidente. No deberían haber sido impugnadas las candidaturas de Bildu.
Javier Pérez Royo, EL PAÍS, 30/4/2011