Miguel Gutiérrez Fraile-El Correo
- Abordar los fuegos exige superar la tentación de las explicaciones fáciles. Detrás del 97% de los provocados hay intereses económicos, negligencias o venganzas
Cuando un incendio forestal o urbano arrasa hectáreas de terreno y aparece en los titulares, no es raro escuchar que el responsable «sufre de piromanía». El término suena impactante y ofrece una explicación psicológica aparentemente contundente: una persona con un impulso irresistible de provocar fuego. Sin embargo, cuando se revisan los datos científicos y criminológicos, la historia es muy distinta. La piromanía, como trastorno mental, es extremadamente poco frecuente y, en la mayoría de los casos, el fuego no se origina por un impulso patológico, sino por causas mucho más terrenales y, en ocasiones, mucho menos ‘inocentes’.
Los estudios epidemiológicos coinciden en que la piromanía es rara en extremo. En la población general, menos del 1% cumple los criterios diagnósticos formales. Incluso en entornos psiquiátricos, donde se concentran personas con diversos trastornos del control de impulso, las cifras rara vez superan el 3%-6%. Entre adolescentes con conductas incendiarias, el porcentaje es algo mayor (alrededor de un 2,4%-3,5%), pero sigue siendo una minoría.
En el ámbito judicial, las cifras son aún más reveladoras: entre quienes han sido detenidos o condenados por provocar incendios, solo un3% aproximadamente presenta un cuadro de piromanía. Esto significa que el 97% de los incendios provocados se deben a otros motivos, muy alejados de un diagnóstico psiquiátrico.
El contraste entre la escasa prevalencia real y la frecuencia con que se menciona la piromanía en noticias y conversaciones no es casual. Culpar a una supuesta enfermedad mental puede funcionar como coartada social: suaviza la percepción del acto, lo desplaza del terreno de la responsabilidad moral o penal y lo traslada al del ‘no pudo evitarlo’. Esto puede beneficiar al autor del delito o a quienes tengan interés en restar importancia a la intencionalidad y al cálculo detrás del incendio, por ejemplo a políticos responsables de las medidas de prevención de los mismos.
Sin embargo, la realidad es que la mayoría de los incendios no surgen de un impulso irracional, sino de una decisión premeditada. Y ahí entramos en un terreno donde los móviles económicos, las venganzas personales o los intereses estratégicos tienen mucho más peso que cualquier trastorno mental.
Las estadísticas de servicios de protección civil y organismos forestales señalan que no más del 15% de los incendios se atribuyen a causas naturales y que la gran mayoría de los siniestros son provocados por la acción humana y esto incluye desde descuidos graves (quemas mal controladas, colillas arrojadas en zonas secas) hasta actos deliberados. Entre las causas intencionales, la lista es variada: especulación urbanística, intereses en explotación forestal, venganzas o conflictos personales y también búsqueda de notoriedad. En este último grupo, no es raro encontrar casos documentados de miembros de los propios servicios antiincendios que, paradójicamente, provocan fuegos para luego participar en su extinción. Las motivaciones pueden ir desde un deseo de reconocimiento hasta incentivos económicos (cobro de horas extra o contratos de emergencia).
La mayoría de los incendiarios tienen motivos concretos y actúan de forma calculada. El fuego, en estos casos, es una herramienta para conseguir algo, no una compulsión incontrolable. Confundir un incendio intencional con un caso de piromanía no es un error inocente. Tiene implicaciones legales y sociales importantes.
Abordar la realidad de los incendios requiere superar la tentación de las explicaciones fáciles. No se trata solo de apagar fuegos, sino de prevenirlos desde la raíz, lo que implica: mayor control sobre actividades en el monte y su vigilancia, investigación exhaustiva de los móviles detrás de cada incendio, sanciones proporcionales y efectivas para quienes actúan por beneficio propio, educación y campañas que desincentiven conductas de riesgo. Si bien es importante no estigmatizar a quienes sufren piromanía -pues es un trastorno real que requiere tratamiento-, tampoco podemos permitir que el término se use como un paraguas para encubrir conductas delictivas con motivaciones muy concretas.
La piromanía existe, pero es rara. En la gran mayoría de los casos de incendio, el fuego tiene nombre, motivo y cálculo detrás. Atribuir un incendio a un impulso incontrolable puede ser cómodo para algunos, pero resulta engañoso para la sociedad. Reconocer que detrás del 97% de los incendios provocados hay intereses económicos, venganzas o negligencias y, en ocasiones, incluso personas encargadas de protegernos del fuego, es el primer paso para enfrentarse a un problema que, más que psicológico, es cultural, económico y legal.
En definitiva, la verdadera lucha contra los incendios no está en perseguir a un puñado de pirómanos clínicos, sino en cortar las raíces de un sistema donde el fuego, para muchos, sigue siendo un negocio o un arma.