Ignacio Varela-El Confidencial
- Desde el 19 de junio andaluz, el Partido Popular enlaza ya cuatro oleadas instalado por encima del 30% en la estimación de voto, mientras que el PSOE no ha conseguido recuperar el umbral del 25%
Se considera convencionalmente que un país entra en recesión económica cuando enlaza dos trimestres consecutivos con crecimiento negativo de su producto interior bruto. Eso no ocurre aún en España, pero la mayoría de la población la espera para los próximos meses y, en la práctica, las empresas y las familias han comenzado ya a comportarse como si ya estuviéramos en ella, lo que contribuyen a que el augurio se haga realidad.
Lo que sí es una realidad presente y actuante en la conciencia colectiva es la brutal crisis energética y una espiral inflacionaria aparentemente incontenible. Cuando se formó la actual coalición de gobierno, los precios en España subían el 0,5% anual; 18 meses más tarde, crecen el 10,5%. Por hablar de las cosas básicas para la vida, los alimentos cuestan un 13,8% más que hace un año, la vivienda, el 24,8%, y qué decir del recibo de la luz, que ha crecido un 60%. Ya pueden desgañitarse los propagandistas del oficialismo culpando de todos los males del país a Putin y a ‘la-oposicion-que-no-arrima-el-hombro’: es imposible que una situación como la que vivimos, prolongada en el tiempo, no tenga efectos electorales malignos para el Gobierno de turno. No existe en Occidente eso de que la sociedad se empobrezca y el Gobierno no pierda votos.
Si no actuaran además otros factores de deterioro —entre ellos, la extinción del crédito personal del presidente del Gobierno—, la situación económica bastaría para explicar el negro panorama electoral que para los dos partidos gubernamentales pinta esta primera oleada del Observatorio Electoral después de las vacaciones.
Básicamente, el curso político empieza como terminó el anterior. El punto de inflexión fueron claramente las elecciones andaluzas del 19 de junio. Hasta entonces, el Observatorio mostraba un empate técnico entre el PSOE y el PP, acompañado de una fuerte crecida de Vox. Como telón de fondo, un aumento constante de la ventaja del bloque de la derecha sobre el de la izquierda, que viene siendo la tendencia más sostenida en todas las encuestas fiables desde el principio de la legislatura. Si en 2019 los dos bloques empataron, hoy, con una participación equivalente a la de entonces, la derecha conseguiría tres millones de votos más que la izquierda. A ver quién levanta eso en el contexto presente.
Desde el 19 de junio andaluz, el Partido Popular enlaza ya cuatro oleadas (las tres últimas del curso anterior y la primera de este) instalado por encima del 30% en la estimación de voto, mientras el PSOE no ha conseguido recuperar el umbral del 25%. ¿Cuatro oleadas consecutivas son suficientes para considerar que existe una tendencia firme? Antes del verano, podría suponerse que había mucha espuma en las cifras del PP, derivadas de la euforia momentánea inducida por la mayoría absoluta de Moreno Bonilla y el estreno de un nuevo líder nacional en el PP. También se dispararon los datos nacionales de ese partido tras el triunfo explosivo de Ayuso en Madrid y pocos meses después aquello se evaporó. Pero hemos vuelto de vacaciones, el Gobierno y sus partidos se lanzaron en tromba contra Feijóo —en acometida tan furiosa en el diseño como inepta en la ejecución— y hoy comprobamos cuánto había de espuma: exactamente un 1,5% de votos y siete escaños, que es lo que se deja el PP respecto a la última encuesta de julio. Todo lo que queda en el vaso es cerveza.
El partido de Sánchez y su socio de gobierno han sufrido tres averías estructurales en su expectativa electoral. La primera fue la incapacidad de recoger al menos una parte del naufragio de Ciudadanos. Rivera hundió el partido que había creado, pero dejó inoculada en sus antiguos votantes una irreductible vacuna anti-Sánchez que ha permitido al PP llevarse la parte del león del cuantioso botín de 1,6 millones de votos que quedaron huérfanos tras el suicidio naranja.
La segunda tragedia estratégica fue no poder impedir que se abriera el tráfico electoral entre los bloques. Toda la estrategia del sanchismo-podemismo se basó en dos objetivos: estimular el crecimiento de Vox en detrimento del PP y sembrar de trincheras, alambradas y minas el espacio fronterizo entre los dos grandes partidos, de tal forma que por ahí no pasara ni una mosca. Conseguido eso, supusieron, la alianza estable con la galaxia nacionalista nos garantizará la mayoría para el resto de la década.
Ambos supuestos han caído con estrépito. Hoy, cerca de medio millón de exvotantes del PSOE —sospecho que pronto serán más— se disponen a trasvasar su apoyo al PP de Feijóo sin que nada parecido ocurra en la dirección opuesta. Por su parte, el PP no solo ha logrado atraer a los votantes de Rivera y asentarse sólidamente en el espacio que llaman centrista; también ha frenado la crecida de Vox por el simple procedimiento de hacer verosímil que Feijóo es capaz de echar a Sánchez (lo que nunca logró Casado). Nada desean con mayor fervor los 11 millones de electores potenciales que la derecha puede alcanzar en España. Por eso, el PP ya concentra el 65% de los votos de su bloque, cuando en 2019 no llegó a atraer ni a la mitad de ese espacio político.
El tercer siniestro fue la pérdida de Andalucía, que huele a definitiva. No insistiré en el carácter crucial de ese territorio para la izquierda en general y para el PSOE en particular. Lo cierto es que, con la estimación resultante de esta encuesta, si mañana hubiera elecciones generales, los 61 escaños andaluces se repartirían así:
Entonces, 31 diputados andaluces para la izquierda y 27 para la derecha. Ahora, 23 para la izquierda y 27 para la derecha. Ya me explicarán cómo repite el PSOE sus 120 diputados actuales si en su fortaleza histórica más importante no llega a la veintena.
Por si algo faltara, Unidas Podemos —o lo que quede de ella, si se consuma la escisión yolandista— solo obtiene escaños en 17 circunscripciones, lo que significa que en las otras 35 sus votos se desperdiciarán.
La verdad es que el mapa territorial resultante, teñido de azul, es estremecedor para el PSOE. Las seis comunidades más pobladas de España (Andalucía, Madrid, Cataluña, la Comunidad Valenciana, Castilla y León y Galicia) suman el 69% del censo electoral. En todas ellas, salvo en Cataluña, el PP posee una ventaja consistente. Perdida Andalucía, no se adivina sobre qué base territorial pretende el sanchismo edificar una mayoría que le permita gobernar.
Se dirá que falta más de un año para las elecciones y que esta situación se puede revertir. Lo primero es solo parcialmente cierto. Si en mayo se produce una pérdida masiva de alcaldías y gobiernos autonómicos (muchos de los cuales conquistó el PSOE de carambola, gracias a la fragmentación de la derecha), la suerte estará echada. No existe un precedente de que un partido en el Gobierno, en plena crisis económica, fracase con ruido en las elecciones territoriales y en unos meses se recomponga para las generales.
En cuanto a lo de revertir la tendencia, algo es seguro: tal cosa no se conseguirá con campañas de propaganda, películas hagiográficas de Sánchez, giras de mítines por España, visitas organizadas de fans a la Moncloa o suntuosos fastos asociados a la presidencia de turno de la UE. Para que cambie la tendencia del voto, tiene que cambiar radicalmente la realidad del país. Todo lo demás son, como dice el tango, pompas de jabón.