IGNACIO CAMACHO – ABC – 04/03/17
· Cabe preguntarse hasta qué punto la política puede revocar por ejemplaridad garantías fundamentales de los ciudadanos.
Lo ha puesto por escrito el tribunal que acaba de condenar a prisión a Miguel Blesa y Rodrigo Rato: el principio de presunción de inocencia se mantiene «incólume» (sic) hasta que la sentencia sea firme tras el pronunciamiento en casación del Supremo. Es decir, más allá del propio veredicto de la sala. Y lo firman tres prestigiosos magistrados de la Sección Cuarta –Ángela Murillo, Teresa Palacios y Juan Francisco Martel– de la Audiencia Nacional, la élite del sistema penal español. Con dos coletillas nada inocentes que constituyen toda una requisitoria contra el populismo judicial en boga: «no está de más recordarlo» y «como no podía ser de otra manera». Unas sucintas frases para desmontar el justicialismo rampante con obvia, precisa y categórica contundencia.
Mientras los propios jueces que han considerado culpables a dos acusados preservan hasta el final del proceso la suposición de que su fallo pueda ser revocado, la opinión pública asiste a un debate sobre la necesidad de que dimita un político en cuanto su gestión sea investigada en un sumario. Es cierto que en la actividad de servicio público rige un código de ejemplaridad moral que no vale en Derecho y que por su propia naturaleza exige tiempos de reacción más rápidos. Pero cabe preguntarse hasta qué punto la política puede tomarse atribuciones que violentan las garantías fundamentales de los ciudadanos. En qué medida quienes redactan los preceptos legales tienen legitimidad para atribuirse la potestad de ignorarlos en su propio ámbito.
La corrupción ha dejado en España muchas cicatrices sociales que aún supuran hastío, desconfianza y desengaño. En lógica reacción, los partidos tratan de aplicar tajantes medidas regeneracionistas que restañen siquiera en parte la frustración del cuerpo electoral ante la sospecha de connivencia gremial con tanto desfalco. Sin embargo, ese aliento de contrición expiatoria ha desembocado en la asunción de un ímpetu justiciero que impone sanciones preventivas y atribuye a la simple sospecha una deducción de culpabilidad De continuar semejante estado de recelo autoinducido, las candidaturas electorales tendrían pronto que obtener visa previa en los juzgados.
Se trata de principios, no de éste o aquel caso. De decidir si los climas emocionales, por justificados que puedan estar, bastan para suprimir en la esfera política fundamentos esenciales que informan toda la organización jurídica del Estado. De establecer cómo, cuándo y dónde deben depurarse responsabilidades sin revocar derechos individuales por anticipado. Es un debate serio, imprescindible, que no se puede dilucidar con simplismos demagógicos, ni presiones corporativas, ni espíritu sectario. Está en juego por un lado el desgastado respeto de la política y por otro la evidencia sagrada de que en democracia todo el mundo es inocente hasta que se demuestre –y certifique– lo contrario.
IGNACIO CAMACHO – ABC – 04/03/17