MIQUEL ESCUDERO-EL IMPARCIAL 15 de noviembre de 2021, 20:09h
Es tal la desorientación en que estamos instalados (el estado de error en que vivimos, en expresión de Julián Marías) que andamos más desarmados e indefensos de lo que podamos creer. En junio de 2014, el Estado Islámico o Dáesh se apoderó de Mosul e hizo lo que quiso en esa ciudad del norte de Iraq. Días después, el 5 de julio, Abu Bakr al Bagdadi sermoneó en la gran mezquita de Mosul, se nombró califa Ibrahim y anunció el califato universal: “Oh musulmanes, el islam nunca fue ni un solo día la religión de la paz. El islam es la religión de la guerra”.
Tenemos enfrente a un movimiento de base religiosa, una cosmovisión incompatible con los diferentes hasta llegar al odio. No todos los islamistas son yihadistas, pero sí al revés. Los primeros quieren reordenar el gobierno y la sociedad de acuerdo con la sharía (ley islámica). Los segundos están dispuestos a combatir y sacrificar su vida por el islam en el marco de la yihad: en lucha armada contra los incrédulos; una guerra mundial contra el uso de la razón.
El yihadista (un neologismo de muyahidín; guerrero de Alá) nunca se suicida, se inmola como mártir. Su deber es destruir. Mata y muere orgulloso y alegre, sin asumir la responsabilidad de sus actos, todo lo hace por designio divino. No actúan como lobos solitarios, como tantas veces torpe y neciamente se repite. Se saben conectados en red y bendecidos. Hay un dato que no parece decirse lo suficiente, porque muchos se sorprenden al oírlo: el 95% de las víctimas de los yihadistas son musulmanes a quienes consideran apóstatas e infieles.
El yihadismo es un fenómeno “arcaico, tremendamente tradicional, pero vive en el siglo XXI”, se mueve perfectamente en Internet y en las redes sociales. En sus videos y boletines aclaran por qué nos odian y lucharán contra nosotros “mientras nos quede una pulgada de territorio por reclamar, la yihad seguirá siendo una obligación personal para cada musulmán”. El territorio no tiene límite. Ellos aborrecen a muerte el nacionalismo, el marxismo y el liberalismo; todo lo que no sea ellos. Tras el atentado contra una discoteca gay en Orlando (Estados Unidos), ocurrido hace unos cinco años, en la que fueron asesinadas unas cincuenta personas y otras tantas resultaron heridas, una publicación yihadista se expresaba con absoluta claridad, sin doble lenguaje: “Después del bendito ataque ejecutado por el muyahidín Omar Mateen al sodomita club nocturno cruzado”, de Orlando. Y mostraba un odio sin tapujos a los sodomitas liberales: “¿Fue un crimen de odio? Sí, indudablemente. ¿Un acto de terrorismo? Definitivamente sí. A los musulmanes se les ha ordenado aterrorizar a los incrédulos enemigos de Alá”; actos extremos de piedad. Estos creyentes devotos y fanáticos sacrifican sus vidas por el bien de un futuro utópico.
Eduardo Martín de Pozuelo y su colaborador Eduard Yitzhak aluden a la extrema izquierda occidental que interpreta “el islamismo radical como un eficaz movimiento antiimperialista revolucionario”, produce una fascinación sorprendente en los comunistas que ignoran que el islam es antagónico al materialismo dialéctico y que los islamistas supremacistas los detestan profundamente, por más que en forma ocasional puedan aprovechar su simpatía. En su día, intelectuales franceses como Michel Foucault, Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre saludaron con entusiasmo y alborozo al ayatolá Jomeini: “divina sorpresa que recordaba algo que Occidente había olvidado, es decir, la posibilidad de una espiritualidad política”. Aquel teócrata tenía claras algunas cosas que a los progres se les escapaba: “El islam dice: ¡cualquier cosa buena que existe es gracias a la espada y a la sombra de la espada! ¡Las personas no se hacen obedientes excepto con la espada!”. Los yihadistas se complacen con el rigor del castigo. Sus filmaciones de pavorosas ejecuciones van dirigidas, en especial, a los suyos. Con un mensaje simple captan voluntades que desprecian la riqueza y desarrollan un terrorismo eficaz ‘low cost’, con un entusiasmo irracional y fanático. Reclutan familias enteras y se hacen con niños, que, cachorros del califato, “transmiten una expresión hosca y la presencia poderosa del que sabe lo que hace”. Y con jóvenes de buena posición a quienes dan motivos para vivir y morir. De todo esto hay que tener claridad y conciencia. Sólo así podremos intervenir con acierto en este fenómeno y doblegarlos con el empleo de la razón.