Juan Ramón Rallo-El Confidencial
- Los casos de Ayuso e Illa ponen de manifiesto que no hay nadie al timón de esta crisis sanitaria
España fue el peor país a la hora de hacer frente a la primera ola y también está siendo uno de los peores países durante esta segunda ola. En artículos anteriores, ya hemos tenido ocasión de analizar las causas más inmediatas de este fracaso: la tardanza en articular una respuesta durante la primera ola y la insuficiencia de test y rastreadores para contener la segunda ola. Incluso hemos estudiado algunos de los presupuestos sociales y económicos que subyacían a semejantes decisiones, a saber, el error de que existe una disyuntiva entre salvar vidas y salvar la economía o de que las libertades ciudadanas se maximizan con una actitud pasiva del Estado frente a la pandemia. Sin embargo, en el fondo de todas esas muy graves equivocaciones, existe un problema mucho más de fondo: la profunda incompetencia de nuestra clase dirigente.
Recordemos que, en contra de lo sugerido por muchos analistas, la presente crisis sanitaria no demuestra que necesitamos Estados más grandes para hacer frente a las emergencias, sino en todo caso que necesitamos Estados más eficaces. Los Estados que mejor han afrontado la pandemia han sido Estados pequeños pero que han reaccionado con rapidez ante la amenaza y que han concentrado suficientes recursos en actividades esenciales para prevenir los contagios (como los test o los rastreadores) o para paliar sus consecuencias (como las disponibilidades hospitalarias). En la literatura económica, suele hablarse de ‘capacidad estatal’ para describir los Estados que ejercer correctamente sus competencias nucleares (debate distinto es cuáles son esas competencias nucleares, si es que realmente hay alguna que no pueda devolverse a la sociedad), pero en realidad bastaría con que habláramos de eficacia estatal: eficacia estatal que depende en gran medida de los recursos materiales y humanos a disposición del sector público. Así pues, uno puede decir que España ha sido incapaz de controlar la pandemia por falta de capacidad estatal derivada de la insuficiencia de medios materiales o de medios humanos.
Y, en este sentido, difícilmente cabe pensar que la falta de recursos materiales sea un problema: los Estados occidentales —incluyendo España— copan estructuralmente entre el 40% y el 50% del PIB de sus economías y, además, poseen un enorme margen de endeudamiento para captar recursos adicionales si es menester. Por consiguiente, que nuestra respuesta ante la pandemia haya sido por dos veces deficiente no se debe a la insuficiencia de medios materiales para atajarla. Distinto es el caso de los recursos humanos, esto es, de que contemos con cuadros gubernamentales competentes como para usar eficazmente esa enormidad de recursos materiales. Sin dirigentes competentes y formados, la sobreabundancia de recursos materiales solo conduce a una sobreabundancia del despilfarro y al fracaso a la hora de ejercer las competencias que el Estado monopolísticamente se arroga.
En los últimos días, de hecho, hemos podido comprobar cómo nuestra clase política no ha estado en absoluto a la altura de las circunstancias: tanto los gobernantes del PP como los gobernantes del PSOE han fracasado a la hora de reaccionar a tiempo ante esta segunda ola, y han fracasado por una mezcla de desconocimiento y desinterés sobre la pandemia a la que nos enfrentamos.
Por ejemplo, el pasado lunes, Isabel Díaz Ayuso le comentó informalmente a Pedro Sánchez que “todos pensábamos que la pandemia iba a durar lo que iba a durar. Pero, claro, es que se ha acabado el verano y vamos a estar hasta 2021”. ¿De dónde saca Díaz Ayuso que todos pensaran que la pandemia fuera a concluir durante el verano? ¿De verdad la presidenta de la Comunidad de Madrid fue incapaz de considerar un escenario nada improbable en el que la primera ola iba seguida de una segunda ola? ¿A qué expertos escuchó para reconfortarse en la muy conveniente idea de que el coronavirus ya era cosa del pasado? Partiendo de semejante premisa, claro, se entiende mucho mejor la cuasi simbólica inversión que ha efectuado su Gobierno regional en test y rastreadores: infrainversión que está en el corazón del rebrote actual.
Pero no creamos que Díaz Ayuso es la única que ha actuado como si el virus ya hubiese desaparecido tras el estado de alarma. En una reciente entrevista en ‘Hoy por hoy‘, el ministro de Sanidad, Salvador Illa, ha confirmado que el comité científico que asesora al Gobierno en la lucha contra el coronavirus no se ha reunido desde el mes de julio: es decir, durante toda la segunda ola no ha habido una sola reunión de los expertos en la gestión de la epidemia y, por tanto, de quienes pueden proporcionar información rigurosa al Ejecutivo. ¿Qué sentido tiene que la pandemia esté volviendo a descontrolarse en nuestro país mientras el Gobierno de España permanece con los brazos cruzados? Ninguno. Máxime cuando, durante estas últimas semanas, se ha adoptado una decisión epidemiológicamente tan relevante como reabrir las escuelas: ¿se impuso esa medida sin consultar a los científicos? ¿No se intentó siquiera estimar cuáles podían ser su impacto y sus consecuencias? Cuando se nos aseguraba desde los ministerios de Sanidad y de Educación que los colegios iban a ser espacios completamente seguros, ¿se trataba de una mera especulación política sin ninguna base científica? Y en tal caso, ¿cómo han podido ser nuestros gobernantes tan irresponsables como para amenazar a los padres de que la Fiscalía de Menores perseguiría el absentismo en los colegios si no tenían garantías de que los colegios eran seguros?
En suma, los casos de Ayuso e Illa ponen de manifiesto que no hay nadie al timón de esta crisis sanitaria. Que por muchos recursos que posea el Estado, es imposible que se utilicen eficazmente si nuestros dirigentes no cuentan ni con la formación ni con los incentivos adecuados como para enfrentarse a una amenaza con estas dimensiones. La capacidad estatal está lastrada en España no por el raquitismo del sector público, sino por el raquitismo de las aptitudes de sus cuadros dirigentes.