LUIS DEL VAL / Escritor, ABC – 02/05/15
· «Cuando veo a jóvenes exhibir con orgullo la bandera republicana siento una lástima confusa, porque no estoy seguro si es que les han mentido sus padres o enarbolan su desconocimiento con el entusiasmo del que sólo son capaces los ignorantes profundos»
En el pueblo de mi madre, en Ateca, un municipio cercano a Calatayud, escuché las historias domésticas de la II República, y las grandezas y miserias de la guerra civil. Hoy, al repasar el ensayo que publiqué en la editorial Temas de hoy, «Prietas las filas», me doy cuenta de que la historia de Roberto, perteneciente a una familia en la que uno de los miembros fue fusilado por el frente popular, a los 17 años, por estudiar en un seminario, y otro primo hermano sufrió la misma mala suerte, a manos de los nacionales, por estar afiliado a UGT, fue una destilación o un resumen de esas narraciones contadas al amor de la lumbre, cuando al butano le aguardaban todavía muchos años para su triunfo, y en los pueblos la gente se calentaba y cocinaba con el fuego del lar, de la chimenea del siglo XII.
No hay casi nada más grosero que citarse a sí mismo, pero ya se excusaba don Miguel de Unamuno con el «perdonad que hable de mí mismo, pero soy el hombre que mejor conozco».
Me eduqué en un buen Instituto de Enseñanza Media, el «Goya», de Zaragoza, donde se rendía obediencia obligatoria a la parte ideológica, que se constreñía a una sola asignatura, llamada «Formación del Espíritu Nacional». Fuera de ese ámbito, a ningún profesor le escuché una palabra a favor del Régimen, ni un comentario en contra. Eso sí, cuando te adentrabas en la «formación del espíritu nacional» los argumentos eran bastante maniqueos: los falangistas, los nacionales, sacaron a España del desastre que habían representado «los rojos». Como mi rebeldía hunde sus raíces en la pubertad, confieso que «los rojos» me comenzaban a ser simpáticos, porque uno siempre tiene una cierta tendencia a ponerse de lado de los vencidos, pero cuando volvía a Ateca, y se narraban los avatares de la II República, mi ánimo decaía bastante. Había luces, como el magnífico grupo escolar construido en tiempos de la República, y cuyos avanzados principios arquitectónicos y pedagógicos sirven para las actuales generaciones, pero también las cacicadas de izquierdas que se oponían, simétricamente, a una larga tradición de cacicadas de derechas impunes y consolidadas.
Tras la adolescencia, mi interés por ese periodo de la Historia de España nunca decayó. Y no había libro, artículo o revista, procedente de donde fuera, que abordara el asunto, para el que no dispusiera de tiempo. Quiero decir que me he echado al coleto las partidistas versiones de la editorial «Ruedo ibérico» y los trabajos algo más objetivos de Hugh Thomas, de Preston o de Viñas, y pronto discerní que la mayoría de los historiadores se colocaban ellos solitos en dos bandos: o furibundos defensores de la II República o enemigos acérrimos de la misma, más o menos sutiles, más o menos groseros.
Cualquier acontecimiento relevante, pasado el tiempo, mantiene su cuota legendaria, y da lo mismo que se trate de una tarde de toros con colofón de cogida mortal, que de una batalla. Lo que no resultaba nada legendario era escuchar, en aquellas veladas nocturnas de Ateca, las vejaciones de los republicanos a los conservadores que tenían algún patrimonio, ni la historia dramática del republicano escondido en una tumba del cementerio del pueblo para no ser encontrado por los vencedores de la guerra, al que su mujer acudía, cada noche, para llevarle algunas viandas. Lo terrible fue que, además de la entrega de alimentos, hubo alguna entrega lógica dentro de la relación marital, y la mujer se quedó embarazada. Naturalmente, no podía confesar que el hijo que llevaba en su vientre era un legítimo fruto del matrimonio, y hubo de sufrir la maledicencia y los insultos –ese «puta», soltado al paso– de sus pocos caritativos vecinos.
La misma proclamación de la II República, proveniente de unas elecciones municipales, resulta una extravagancia, pero el ambiente parecía propicio para no aguardar a unas elecciones generales, y se instauró con el aplauso de los intelectuales, algunos de los cuales, al poco tiempo, observando la deriva del exceso revolucionario, comenzaron a separarse, siendo un antecedente el «no es esto, no es esto» de Ortega y Gasset, en 1931.
Hace poco, releyendo las memorias de Niceto Alcalá Zamora, al que nadie podrá acusar de no ser republicano, puesto que era el presidente de la República, volví a encontrarme con uno de esos episodios, que siempre creí en la adolescencia que eran inventos del franquismo. Cerca de la sede de la Presidencia, hoy sede de la Autonomía de Madrid, hubo un incendio en una iglesia, intencionado como solía ser la costumbre. Don Niceto se preocupa de que se llame a los bomberos, y éstos acuden con presteza, pero al llegar a la iglesia incendiada se encuentran con un cordón de policías que, en lugar de prestarles ayuda y colaboración, les impiden el paso, siguiendo órdenes no se sabe de quién, seguramente de alguien que temía que la hoguera quedara en sólo cuatro imágenes de santos chamuscados.
Meses más tarde, un puñado de esos policías, marchan al domicilio del jefe de la oposición, Joaquín Calvo Sotelo, lo secuestran y lo asesinan, que es algo así como si, hoy, unos policías del Ministerio de Interior acudieran a la casa de Pedro Sánchez, lo sacaran a empujones y le pegaran unos tiros en la cabeza. Después, vendría el horror sobre el horror, donde los resentidos de cada bando, los envidiosos y los canallas sacaron lo peor del ser humano. Recuerdo, estremecido, oír contar a mi madre que vino un primo segundo de Calatayud con el que no mantenían mucha relación, vestido con uniforme falangista, preguntando si les molestaba alguno del pueblo, y mi abuela tuvo las agallas de contestar que allí, el único que molestaba era él. Pero los matones existían, los frustrados, los asesinos vocacionales que sólo necesitan la bandera de una patria o de una revolución para dedicarse a lo que les gusta, con la seguridad de que la bandera o la revolución rodearían de impunidad sus fechorías.
¿Y eso es para sentirse orgulloso? ¿Y ése es un tiempo al que se intenta volver como epítome de la sociedad feliz?
Recuerdo a mis tíos Bernabé y Manolo; a mis tías, Gloria y María, zurciendo calcetines, mientras Arsenio, un vecino, cuenta historias que yo creo que no me interesan, pero que eran novelas terribles, películas de terror rodadas en el plató de la vida. Y, por eso, cuando veo a esos jóvenes, exhibir con orgullo la bandera republicana, siento una lástima confusa, porque no estoy seguro si es que les han mentido sus padres o enarbolan su desconocimiento con el entusiasmo del que sólo son capaces los ignorantes profundos.
LUIS DEL VAL / Escritor, ABC – 02/05/15