Arcadi Espada-El Mundo
Mi liberada:
Un empresario medio, alrededor de los quince mil euros mensuales, de unos cincuenta años y al que llevaron a vivir a Cataluña con 20 meses. Un hombre minucioso, controlador, educado y responsable. Aunque con la herida mal curada –tal vez incurable– de un abuelo fusilado por Franco y de un padre que pasó años en campos de concentración franceses. La otra tarde, en un receso laboral, en medio de un grupo de hombres como él, educados, ricos y responsables: «Lo que debéis tener claro es que yo estoy dispuesto a perder mi empresa y hasta mi vida por una Cataluña independiente. Yo daría todo por eso, menos mis hijos. Menos mis hijos, todo». Bajemos el octanaje: ni su empresa ni su vida, probablemente. Pero, con toda seguridad, un voto empecinado, obsesivo, irrevocable. Ese hombre y ahora este párrafo de Lluís Bassets, sacado de un artículo que cataloga con pulcritud las catástrofes del momento: «La mayor inmoralidad del ‘procesismo’ es el engaño sistemático al que sometieron a sus seguidores, esos dos millones de ciudadanos decentes, de buena fe, militantes generosos y catalanistas de corazón, a los que se convenció de la facilidad y la rapidez con que se crearía una república próspera y feliz, europea y pacífica y que se encontraron el fin de semana trágico tras la falsa proclamación de la república con el silencio y la huida de sus dirigentes, que no tenían ningún tipo de plan ni sabían qué hacer a continuación». Y por último estas líneas sintéticas de Alain Touraine, unas entre cientos de líneas canónicas, en ¿Qué es la democracia?: «La principal fortaleza de la democracia radica en la voluntad de los ciudadanos de actuar con responsabilidad en la vida pública».
No existe la responsabilidad colectiva. No existió la responsabilidad de Alemania. Y cómo iba a existir la responsabilidad de Cataluña, si Cataluña está partida por la mitad, y tú eres de una mitad y yo de la otra y sería grotesco que yo tuviera que pagar por tus responsabilidades, que existen, y tú por las mías, ¡si existieran!
Otra cosa es la responsabilidad de los ciudadanos. Está la manera clásica, antiliberal, de tratarla. Los ciudadanos decentes, de buena fe y de mejor corazón, engañados por sus élites. Las ratitas de Hamelín. Dos millones, según Bassets. Humm. Muchas ratitas catalanas, francamente. Es verdad que hay argumentos para sostener la teoría de la hipnosis o de la intoxicación. El principal es la actividad perversa y voraz de los medios de comunicación públicos en un territorio donde no hay medios de comunicación privados. Pero la conclusión que resulta de aceptar esa hipótesis es inquietante. Si la democracia y su sistema comunicativo pueden producir dos millones de decisivos engañados, la democracia no sirve. Cataluña habrá tenido la fortuna de salvarse gracias a la democracia española; pero es evidente que no ha sido el caso de los Estados Unidos de Trump ni del Brexit, donde el asalto de la mentira a las instituciones ha conseguido imponerse. Entre los principales inconvenientes de la democracia está que no puede defenderse de los asaltos que emplean métodos democráticos, como han hecho en América o en el Reino Unido y han fingido hacer en Cataluña.
La teoría del engaño sistemático deja en un apacible lugar a los ciudadanos. Contra lo que suele decirse, mejor tontos que malvados. El problema es, centrándonos en los catalunyenses, que el engaño es difícilmente sostenible. Los separatistas han hecho, exactamente, lo que han ido prometiendo, con una fidelidad elogiable. Sobre la pertinencia y realismo de lo que iban prometiendo nadie puede negar tampoco que ha habido contrainformaciones avasalladoras. ¿Qué catalunyense no sabía lo que opinaban sobre los planes separatistas el Estado español, la Unión Europea, las principales empresas, el sentido común más imperturbable y la Federación Española de Fútbol? ¿Y qué catalunyense puede ignorar que los planes separatistas pasaban por la burla de la ley? Nada. Ningún engaño. No hay un solo catalunyense que pueda reprocharle a sus líderes que le mintieran. Del mismo modo es falso, absolutamente, que los líderes no tuvieran un plan para el día después. Todo estaba planeado, en las leyes públicas y en los documentos más o menos confidenciales. Había planes, pero fueron deshechos. Los deshizo la fuerza del Estado: policial, institucional, económica, legal y judicial, por estricto orden de intervención. Es simple: jugaron y perdieron. Otro asunto es que sus cálculos de victoria fueron absurdos y pueriles. Pero fueron los cálculos de todos: de élites y de pueblo. Es más; mucho más y mucho más importante: si hay alguien realmente engañado en todo el Proceso son las élites. Ese pueblo que iba a dar sus empresas y hasta sus vidas, ¡salvo las de los niños!, no ha sido capaz de perder una sola hora de trabajo por la revolución. No es en las Ramblas sino en el beato de Estremera donde macera una decepción profunda. O sea que tengo que introducir algunas correcciones en aquel párrafo: «La mayor inmoralidad del ‘procesismo’ es el engaño sistemático al que sometieron a sus líderes —gente decente, de buena fe, militantes generosos y catalanistas de corazón— dos millones de ciudadanos. A esos líderes se les convenció de la facilidad y la rapidez con que se crearía una república próspera y feliz, europea y pacífica y se encontraron el fin de semana trágico tras la falsa proclamación de la república con el silencio y la huida de su pueblo».
Si el inocente y amado pueblo catalunyense hubiera sido víctima del engaño frío y cruel de sus élites, se le abriría el 21 de diciembre una oportunidad definitiva e implacable de venganza. Los dos millones de catalanistas decentes negarían su voto a los huidos o encarcelados y, bien vagarían por el limbo indiferente de la abstención, bien lo entregarían a todos aquellos que denunciaron la artimaña, el engaño y el delirio del Proceso. Así las urnas rebosarían de votos constitucionalistas y el pueblo soberano habría deshecho la traición de sus clérigos. Pero tú bien sabes, libe, hija mía, que nada de eso sucederá. Vuestra incurable emoción xenófoba sobrevivirá a todos los hechos rigurosos e indiscutibles; vuestra frivolidad insondable emergerá de nuevo soberana y el certificado de inocencia del que os provee –¡y a la vez se provee!– tanta gente respetable volverá a blindaros frente a cualquier responsabilidad y de la obligación derivada de rendir cuentas, si las cosas vuelven a ponerse graves: incluso las ratitas de Hamelín son las primeras en abandonar el barco.
El pueblo es el fake.
Y sigue ciega tu camino