UN ministro de Justicia declara que uno de los jueces que juzgaron un muy polémico caso de abusos sexuales no está en condiciones, mentales o morales, de juzgar nada. El ministro no da detalles de sus acusaciones ni siquiera cuando se los exigen y todas las asociaciones de jueces y fiscales piden su destitución. Por ahora el ministro sigue en su puesto. El que piense que la conducta del ministro es un hecho lamentable aunque aislado en el debate democrático español está equivocado. Hace pocas semanas, la presidenta de la Comunidad de Madrid mintió repetidamente a su asamblea parlamentaria a propósito de un máster universitario que dijo haber cursado. Su dimisión solo se produjo después de que se hicieran públicas unas antiguas imágenes que demostraban que había robado en un supermercado y, desde luego, cabe atribuirla antes a su debilidad parlamentaria que a un reconocimiento de culpa. El mismo día que ETA anunciaba su disolución los obispos vascos declaraban que algunos miembros de la Iglesia fueron cómplices con la banda terrorista, y pedían perdón. Ninguna autoridad política o judicial, ni tampoco moral, exigió explicaciones a los obispos, llamándoles a detallar las circunstancias de esa complicidad. La alcaldesa de Barcelona retiró el nombre de Almirante Cervera de una calle aduciendo que era «un facha». El tal almirante nació y murió mucho antes del fascismo. Y es probable que la alcaldesa lo confundiera con un barco así bautizado que tuvo un papel destacado en los bombardeos franquistas de Málaga y Valencia. Ni que decir tiene que Ada Colau no ha emitido hasta ahora la más mínima señal de rectificación o disculpa. Todos estos ejemplos –cuatro entre decenas– suceden en el centro del foco político y afectan a personas e instituciones responsables. En cualquier viaje a los inframundos de la televisión o las redes sociales pueden encontrarse a cada minuto desde subnormales que aluden a los supuestos hábitos sexuales de un juez hasta psicópatas que anuncian y reivindican la necesidad de que en la próxima fase del Proceso sean necesarios los muertos. Todo se dice y nada tiene consecuencias. El último indecible del ministro Catalá no obtiene su legitimidad en la razón ética o el coraje intelectual, sino en el ambiente. O sea, en la degradación. Los urbanistas saben que la primera condición para ensuciar un rincón de ciudad es que esté sucio. Y todo lo que pasa con el urbanismo pasa con la urbanidad.
El misterio, indescifrable para mí, es si esto importa o si la palabra ha accedido a tal benéfico grado de inutilidad que ya se ha hecho inofensiva.