ABC 10/11/16
ISABEL SAN SEBASTIÁN
· Tenemos en la Casa Blanca a una estrella de la tele con mucho pelo, palabra fácil y don de «gentes». ¿Les suena?
¡ ÉSTE será nuestro Día de la Independencia!», proclamó Donald Trump en la apoteosis de su cierre de campaña. «¿Queréis un país gobernado por corruptos o un país gobernado por la gente?» Y «la gente», los votantes, le eligieron a él, que encarna lo peor de sus bajos instintos, la xenofobia, la misoginia más soez, el odio al forastero percibido como amenaza, el desprecio hacia lo ignorado, que en su caso es casi todo, la cáscara hueca de un discurso populista, peligroso, cuya mancha se extiende por el mundo cual chapapote pringoso. «La gente» en boca de un político siempre es sinónimo de masa, sujeta a manipulación.
El primero en felicitarle fue Nigel Farage, impulsor del Brexit en el Reino Unido y autor de la feliz expresión: «Nuestro Día de la Independencia». La independencia constituye un recurso de manual para eludir las dificultades sin necesidad de hacerles frente. Apelar a ella equivale a culpar a otro de tus problemas y errores. En el caso de Farage, a la Unión Europea. En el de Trump, a los inmigrantes, los latinos, los refugiados, los musulmanes y las señoras feas, entre otros colectivos señalados por su dedo acusador. En el de los separatistas catalanes o vascos, a España. «Independizarse» es un vano intento de huir de la realidad, muy propio de prestidigitadores de la escena pública con gran dominio de la demagogia y escasa o nula capacidad de gestión. Farage salió corriendo del lío provocado por sus mensajes incendiarios en cuanto se dio cuenta de la magnitud de desastre que ahora intentan remediar algunos recurriendo a los tribunales británicos. Mas hizo lo propio en Cataluña, en una huida hacia el abismo que hoy lidera Puigdemont. En cuanto a Trump, el del muro de la vergüenza «que pagarán los mexicanos», veremos cómo escapa de sus bravatas, si es que finalmente lo hace en lugar de arrastrarnos al caos. Cómo se desdice de su anuncios proteccionistas en materia comercial, su chulería de matón de barrio enemigo de cualquier color distinto al blanco, su arrogancia de señorito educado desde niño para convertirse en depredador. En otras palabras; cómo se independiza de sí mismo. Porque si no lo hace, si se aferra al papel y al guión, podemos adentrarnos de su mano en una era de oscuridad que ya vivimos el siglo pasado con consecuencias terribles.
Trump llega a la Casa Blanca montado en el caballo negro de la división y el enfrentamiento. Llega por algo, desde luego. La presidencia de Obama ha dejado heridas tan profundas como negadas por los medios de comunicación biempensantes, que la mayoría ha querido vengar apostando su futuro y el nuestro a la carta de un millonario venido a menos con olor a naftalina y maquillaje de televisión. Los cubanos de la Florida, por ejemplo, no han perdonado a Washington que se rindiera ante el dictador Fidel Castro sin exigir ni un poquito de libertad a cambio. Buena parte de la sociedad ha rechazado un plan de cobertura sanitaria forzosa percibido como una subida de impuestos. Pero, por encima de todo, Trump ha identificado a Clinton como la representante de «la casta», y «la gente», esa «gente» convertida en masa hábilmente manipulada, se ha tragado el anzuelo hasta el fondo. Seguramente no fuese ella la mejor candidata que podían presentar los demócratas, aunque desde luego era mejor que él. Y no por ser mujer (aunque confieso que me habría gustado verla romper de una vez ese techo de cristal blindado), sino por resultar previsible. Ahora tenemos en la Casa Blanca a una estrella de la tele con mucho pelo, palabra fácil y don de «gentes». ¿Les suena? ¡Dios nos pille confesados!