Independencia a plazos

ABC 16/06/14
IGNACIO CAMACHO

· Las grandes decisiones políticas no pueden someterse a un criterio ventajista como el que ha aplicado Cameron en Escocia

Para convocar un referéndum en Cataluña y ganárselo a los secesionistas, al Gobierno le bastaría con desempolvar aquella ley de la Transición que reguló la consulta sobre la autonomía andaluza, la del célebre 28 de febrero de 1980. Exigía para los partidarios del sí la mitad más uno de los votos computados sobre el censo total, no sobre la participación, y en todas y cada una de las provincias, de modo que si una sola se descolgaba aunque fuese por décimas –como en efecto ocurrió con Almería– vinculaba a la totalidad del resultado. Por muy crecido que esté el soberanismo es muy dudoso que reuniese masa crítica suficiente para superar ese listón. Si el Estado le añadiese una definición explícita de las consecuencias a través de una Ley de Claridad similar a la que Canadá ha aplicado en Quebec, y que acaba de explicar de nuevo en España Michel Ignatieff, los independentistas lo tendrían en chino para salirse con la suya.

Pero las grandes decisiones políticas no pueden someterse a un criterio ventajista como el que ha aplicado, ya veremos con qué efectos, Cameron en Escocia: una peligrosa jugada oportunista amparada en la inexistencia de una Constitución escrita y tasada. España tiene, sin embargo, una Carta Magna muy explícita respecto a la unidad nacional y al sujeto conjunto de la soberanía. Y aunque algún retruécano jurídico permitiese encontrar la rendija para dar satisfacción a las reclamaciones secesionistas y al mismo tiempo voltearlas con una circunstancial derrota, ninguna nación sensata puede someter a votación su propia ruptura. No sin consecuencias, la más crucial de las cuales sería la de que al admitir el Estado el ejercicio de un presunto derecho a decidir de los catalanes al margen del resto de los ciudadanos, la independencia se convertiría en una simple cuestión de plazos.

Ésta es la materia esencial que soslayan los biempensantes defensores de una consulta apaciguadora, esa porción del establihsment catalán cada vez más perturbada ante la necesidad de pronunciarse sobre un conflicto que abrasa su inestable equidistancia. La reciente propuesta al Rey del presidente de la patronal, Gay de Montellá, refleja el afán de proteger el cada vez más comprometido statu quo de un colectivo atribulado y dividido por la presión nacionalista. El empresariado se ha puesto nervioso; no quiere arruinar con una secesión la unidad de mercado pero tampoco resiste el clima social de crecida rupturista. Y se engaña a sí mismo al sugerir una consulta pactada que en el mejor de los casos sólo serviría para ganar tiempo. Diez, quince, veinte años: una patada a seguir como en el rugby, hasta que el independentismo pudiese reunir una mayoría clara. Pero la suerte quedaría echada porque lo decisivo de ese referéndum no es la respuesta sino la pregunta: su simple formulación implica la aceptación del derecho unilateral a romper España.