FERNANDO REY – EL PAIS – 29/10/15
· Ante el “proceso de desconexión” en Cataluña, los líderes políticos españoles deben estar a la altura de las circunstancias. Es necesario un acuerdo de las fuerzas partidarias de la unidad. El Gobierno central no puede ser ya el único interlocutor.
Los independentistas catalanes siguen moviendo ficha, aunque no hablan de romper con el Estado español, sino, más amablemente, de “desconectarse”. La idea parece evocar las conocidas tesis de Zygmunt Bauman sobre la modernidad líquida. Frente a otros procesos de independencia de la historia, el catalán no propugnaría una separación radical, y mucho menos aún, violenta, sino amigable, sencilla y limpia. No sería una ruptura, sino una desconexión, como la que uno hace casi imperceptiblemente con su ordenador; cabrían nuevas conexiones, eso sí, con diferentes formas respecto de la actual. Naturalmente, no parece relevante que un proceso así sea original o que una división territorial sea, objetivamente, el acto político más traumático que quepa imaginar.
Los independentistas hace ya mucho tiempo que han abandonado el realismo sucio y se han entregado con fervor al realismo mágico. Supongo que, como afirmara Ambrose Bierce, la verdad es algo tan bueno que la mentira no puede permitirse el lujo de estar sin ella. Ahora toca el mito de la independencia sedicentemente líquida, porque, en realidad, las posturas en presencia son graníticas.
Y, en ese contexto, ¿cómo podremos salir del callejón aparentemente sin salida en el que estamos? Los independentistas no han ganado las elecciones, pero tampoco han perdido, porque han logrado reunir un número nada desdeñable de votos. Los interdependistas no hemos ganado, pero tampoco perdido, porque el independentismo ha ganado en escaños pero no en votos. Estamos en otro momento paroxístico de la conllevancia orteguiana. Mi sensación es que si se sigue sin hacer nada inteligente desde el lado unionista, éste ha llegado a su techo y, sin embargo, el independentismo puede crecer todavía.
Los unionistas apenas han reparado en que la batalla cultural se está librando en el campo racional de los argumentos, pero también, y quizá sobre todo, en el de los sentimientos. No podemos estar todo el tiempo a la defensiva y al rebufo de los movimientos de los otros. Tampoco hay que olvidar que el conflicto en presencia no es, en primer lugar entre catalanes y españoles, sino entre catalanes. Hasta ahora, sólo habíamos visto en plazas y calles a los que luchan por la independencia, pero las elecciones han revelado que son más los otros. Y estos “otros” tienen que ir ganando protagonismo en el debate público.
Muchos dudamos de que sea ya posible transitar de la conllevancia a la convivencia.
No podemos seguir fingiendo que estamos ante un problema menor, de unos cuantos líderes iluminados y unos pocos y exaltados seguidores, que se resolverá por sí solo con la mejora de la economía, o que es crónico, recurrente y de baja intensidad, porque cuando cursa tampoco produce, al final, efecto perjudicial concreto alguno. Es verdad que, jurídicamente, una declaración unilateral de independencia en el Parlamento no va a producir efecto alguno; pero otra cosa son sus consecuencias políticas. No es inteligente calificar un tumor como una simple gripe tras observar alguno de los síntomas y no la causa. No hacer nada, salvo tensar el ordenamiento jurídico como si fuera un arco, me parece que ya no debiera ser la única opción disponible. Tenemos (todos) un serio problema de convivencia que hay que enfrentar. Un problema político, social y económico, y no sólo ni principalmente jurídico.
No es nada fácil abordarlo. A estas alturas, muchos dudamos, incluso, de que sea ya posible transitar de la conllevancia a la convivencia. Empezando porque este proceso se está conduciendo al ibérico modo: sin datos objetivos de lo que supondría la independencia y con discusiones sin demasiado aprecio hacia la verdad, por decirlo de modo piadoso. Esto sí es un hecho diferencial del procés respecto de los casos canadiense o escocés: la ignorancia y la mentira sobre lo que supondría de verdad la independencia y el desparpajo con el que mienten sus promotores, mientras sonríen y se declaran víctimas de no sé qué cosas.
Ya he visto en política muchas cosas, pero la negativa de los líderes de JxS a aceptar que la “desconexión” española les supondría la automática salida de la UE (no porque ésta les expulsara, sino porque ellos habrían decidido abandonarla al independizarse), a pesar del pronunciamiento unánime de las autoridades comunitarias y europeas, me ha parecido increíble. Que tantos catalanes dieran por buena esta mentira con su voto me resulta aún más sorprendente. Y que, a mi juicio, la postura política más sincera haya provenido de un partido anarquista, la CUP, ya roza lo inverosímil. Porque, en efecto, la CUP sí aceptó lo evidente y, además, le parecía muy bien porque propugnaban abandonar la Unión Europea y el euro.
Pero, desde el otro lado, la postura de los partidos unionistas tampoco ha sido, en mi opinión, demasiado coherente porque durante todo el proceso electoral negaron que éste tuviera valor como plebiscito, pero tras el resultado, viendo que los independentistas no habían ganado, sí concluyeron que las elecciones eran, en realidad, un plebiscito y que los independentistas lo habían perdido. De nuevo, la CUP ha sido más sincera: consideraban que las elecciones eran un plebiscito y aceptaron la realidad (lo que no hicieron los líderes de JxS) de que habían perdido, al menos por ahora.
El liderazgo independentista es un convoluto de cínicos y fundamentalistas.
Hace falta un acuerdo entre todas las fuerzas nacionales partidarias de la unidad, empezando por el PP y el PSOE, ¡aunque estemos en precampaña electoral! La división debilita la tesis de la interdependencia. El Gobierno central no puede ser ya el único interlocutor en todo esto. Hay que trazar una hoja de ruta consensuada y razonable, que, quizá, debiera incluir la reforma constitucional. No soy tan ingenuo como para pensar que la invocación a dicha reforma (de contornos hasta ahora borrosos, no obstante) sería capaz de arreglar algo por sí sola en este momento procesal. Sin un determinado contexto, suena a intento a la desesperada. Además, no se debería reformar la Constitución sólo para resolver el problema catalán. No hemos valorado aún de qué modo este problema está siendo asimilado por el resto de españoles y este factor puede resultar interesante, pero también inquietante en el futuro (¿se despertará un nacionalismo español reactivo?) Otrosí, los independentistas de otras Comunidades están ahora silentes, esperando su turno. Tenemos un problema global. El liderazgo independentista es un convoluto de cínicos y fundamentalistas, pero esto no puede ser respondido por posiciones unionistas cortas y divorciadas, al modo rutinario habitual.
El envite es profundo, es complejo, es serio y carecemos de precedentes para abordarlo (de modo pacífico, quiero decir). Es “la patria común e indivisible de todos los españoles” (artículo 2 de la Constitución) y no los escaños a repartirse lo que ahora está en juego. Paradójicamente, los independentistas llevan la delantera porque están unidos, mientras que los unionistas se encuentran desorientados porque están divididos. ¿Estarán nuestros líderes a la altura del momento histórico?
Fernando Rey es catedrático de Derecho Constitucional en la Universidad de Valladolid y consejero de Educación de la Junta de Castilla y León.