ABC 20/09/14
JUAN MANUEL DE PRADA
· El gimoteante derecho a decidir es la expresión más en boga de esta demencia que se adueña de los hombres en todos los crepúsculos de la Historia
NO acaba uno de entender el alborozo que los resultados del referéndum escocés han provocado entre los partidarios de una Cataluña española. Mutatismutandis, la permanencia de Escocia en el Reino Unido es, como la independencia de Cataluña, algo contrario a su tradición política: pues Escocia, que durante trescientos años ha permanecido bajo el yugo británico, fue durante muchos más reino independiente, que el felón Guillermo, príncipe de Orange, invadió militarmente, imponiendo una unidad contra natura que los tiempos desnaturalizados que vivimos han acabado por naturalizar, según aquella ofuscación de la conciencia que Nietzsche sintetizó maravillosamente: «¡Mal, sé tu mi bien!». Pero Cataluña nunca fue independiente; y, por lo tanto, ninguna independencia puede recobrar. «Decidiendo» su sumisión a Inglaterra, los escoceses atentan contra su propia naturaleza, como harían los catalanes «decidiendo» independizarse de España. Si yo fuese separatista catalán, lo ocurrido en Escocia me pondría más contento que unas castañuelas (o més
content que un gínjol), porque sabría que en el pudridero europeo los referendos contra natura son posibles; y que, además, resultan vencedoras las pretensiones sin apoyo alguno en la naturaleza de las cosas.
Todo este lodazal sentimentaloide (ese gimoteante «derecho a decidir», que es como el berrinche del chiquilín caprichoso) en el que chapotea el pudridero europeo es producto de aquella perversión del Derecho que ya advirtiera Cicerón en su tratado De
legibus, dispuesta a reconocer «un derecho al latrocinio, un derecho al adulterio o un derecho a urdir testamentos falsos, si estos actos fueran aprobados por los sufragios u ordenanzas de la masa». Y prosigue Cicerón: «Pues, si tan grande potestad tiene la voluntad o la opinión de los necios, como para que por sus sufragios sea subvertida la naturaleza de las cosas, ¿por qué no habrían de decidir que lo malo y pernicioso es bueno y saludable? Solo por la naturaleza de las cosas podemos distinguir la ley buena de la mala. Y pensar que todo se funda en la opinión y no en la naturaleza es propio de un demente». El gimoteante derecho a decidir es la expresión más en boga de esta demencia que se adueña de los hombres en todos los crepúsculos de la Historia.
Unamuno, menos morigerado que Cicerón, describía las pretensiones independentistas de ciertos catalanes como la «suprema expresión de los atávicos instintos kabileños y cantonales». Y consideraba tales pretensiones «egoístas y feminoides», por estar fundadas en una estrategia cobarde, que busca segregarse como recurso feble de quien ya no tiene arrestos para imponerse. «El deber patriótico de los catalanes –añadía Unamuno– consiste en catalanizar a España, en imponer a los demás españoles su concepto y su sentimiento de la patria común y de lo que debe ser esta; su deber consiste en luchar sin tregua ni descanso contra todo aquello que, siendo debido a la influencia de otra casta, impide, a su convicción, el que España entre de lleno a la vida de la civilización y la cultura».
Pero cuando Unamuno exhortaba a los catalanes a catalanizar España e imponerse culturalmente sobre los demás españoles estaría pensando en catalanes egregios, al estilo de Balmes, Gaudí, Verdaguer o Antonio María Claret. Ahora, para catalanizar España, no habría más armas que el tiquitaca provecto de Xavi Hernández y la tortilla deconstruida de Ferran Adrià, que engendra salmonelosis en el alma. Así se entiende que algunos catalanes prefieran la solución feble y cobardona (sentimentaloide) de la independencia.