Carlos Souto-Vozpópuli

  • Al gobierno ya no le conviene ocultar escándalos: le interesa amontonarlos en un monumental empacho

Hay días en los que uno recorre titulares, cruza pestañas y todo se reduce a una sola sensación: empacho. No porque lo que esté leyendo no sea grave, sino porque todo ocurre al unísono, sin jerarquía, sin pausas, sin respiración. La política española ya parece un restaurante que te sirve el entrante, la bebida, el primer plato, el segundo, el postre, el café y la cuenta al mismo tiempo, y luego te mira con enfado porque no te lo terminas y pagas de una vez. El problema es que la sociedad no puede tragar tanto todo junto sin acabar mal. Y, además, no le alcanza para pagar unos precios exorbitantes. En una misma secuencia de titulares conviven maniobras de Zapatero para cerrar rescates opacos; el caso Plus Ultra, brokers aéreos, financiación venezolana para que Sánchez presida la Internacional Socialista y sociedades activadas a velocidad récord; investigaciones de la UCO que se ramifican hacia Air Europa, contratos amañados y empresas pantalla que, tras canalizar millones, aparecen mudadas a la Milla de Oro madrileña, mientras el juez que investiga a Begoña insiste en ampliar diligencias.

Salpicaduras y denuncias

Todo eso ocurre mientras el Tribunal Constitucional mantiene la inhabilitación de Junqueras a la espera de resolver sobre la amnistía; mientras la SEPI sale a tranquilizar inversores para que la corrupción no salpique al Estado, como si el problema fuera el contagio y no la infección; emergen denuncias de acoso sexual dentro del PSOE en Galicia, en la Comunidad Valenciana o en Aragón, con direcciones regionales más preocupadas por dilatar la cuestión o contener el escándalo que por asumir responsabilidades. En paralelo, Yolanda Díaz lanza una ofensiva contra la UCO, cuestiona ascensos, desacredita a altos mandos y convierte a los órganos de control en enemigos del progreso; ministros anuncian salidas del Gobierno para centrarse en candidaturas autonómicas que prometen derrotas históricas; Extremadura y Aragón se perfilan como castigos electorales directos a Pedro Sánchez.

María Guardiola apela abiertamente a la necesidad de una absoluta para no quedar sometida a “bloqueos y chantajes”. ¡Eso espera! Una confesión elocuente de cuál es el panorama político actual, que no se debe solo al sanchismo. Simplemente porque el escenario que han ayudado a construir el PP y Vox es una batalla campal, una Royal Rumble institucional, que paradójicamente beneficia a Sánchez.

A todo esto, Bruselas reparte fondos europeos a otros países mientras observa a España con creciente distancia; y, por si fuera poco, aparecen episodios de narcotráfico de escala internacional colándose por el Guadalquivir con la ayuda de guardias civiles corruptos, como si la frontera entre crimen organizado y Estado se hubiera vuelto porosa. Todo junto. Todo a la vez. Todo sin pausa. Por eso tanto párrafo largo, por eso tanto punto y coma. Pido perdón a la literatura pura y dura. El problema ya no es esta especie de retahíla escalofriante. El problema es la acumulación. La saturación. El empacho democrático. La imposibilidad de procesar semejante volumen de escándalos simultáneos. Como si al ciudadano se le exigiera indignarse con método, priorizar correctamente y no perder el hilo, mientras la avalancha no se detiene.

Lo excepcional se volvió cotidiano

Y aquí aparece la tesis incómoda: al gobierno ya no le conviene ocultar escándalos; le conviene amontonarlos. La saturación produce anestesia. El exceso genera confusión. El ruido impide una respuesta clara. Cuando todo es grave, nada es decisivo. El empacho no provoca rebelión; provoca letargo, siesta corta. Este mecanismo no requiere conspiraciones sofisticadas. Funciona por inercia. La indignación se fragmenta, se dispersa, se agota. El ciudadano pasa del enojo al cansancio, del cansancio al escepticismo y del escepticismo a la resignación. No hay ruptura: hay digestión pesada. Mientras tanto, el relato oficial discurre por otro carril. Basta asomarse a ciertos medios de referencia en el país… para encontrar una España distinta: debates menores, expedientes a “agitadores” como Vito Quiles, silencios llamativos. No es que mientan necesariamente; es que hablan de otra cosa. La disonancia entre lo que ocurre y lo que se cuenta allí refuerza la sensación de vivir con dos realidades superpuestas.

En este contexto, muchos se preguntan si Sánchez se irá tras las derrotas que se avecinan. La respuesta es no. No porque no existan razones, sino porque la acumulación de razones ya no produce un efecto lógico. El escándalo en masa no derriba gobiernos; los vuelve opacos. Un poder opaco, paradójicamente, resiste mejor. Y Sánchez está dispuesto a morir con las botas puestas. No estamos ante un problema de moral individual ni de responsabilidades puntuales. Estamos ante una debacle moral sistémica, donde lo excepcional se volvió cotidiano y lo inaceptable, administrable. El ciudadano no está pidiendo pureza; está pidiendo orden. No reclama héroes; reclama que, al menos, no le sirvan todo el caos de una vez.

España no atraviesa solo una crisis política. Atraviesa una indigestión antidemocrática. Y mientras no se entienda que el problema ya no es destapar un escándalo más, sino dosificar el empacho, la estrategia de amontonarlo todo seguirá siendo funcional a quien no piensa mudarse de la Moncloa. Porque, al final, cuando el comensal ya no puede más, en la política, al contrario de lo que pasa en la restauración, el que gana es el que logra que nadie pueda levantarse de la mesa.