Josep Maria Espinás, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, 17/6/2011
Los indignados han destruido la indignación, como algunos curas han destruido la fe. La indignación es como la vida, fatalmente sometida a un proceso de extinción. Si la protesta no crea una estructura coherente, ni ejerce autocontrol, se queda siempre en anécdota temporal, en fotografía. En fracaso de quienes la iniciaron.
Barcelona, que es una ciudad líder en Europa en determinados aspectos, ahora ha añadido a su historial el hecho de ser la capital de la indignación. Indignación es una palabra que ahora tiene éxito, pero es muy antigua. En mi tiempo de estudiante, algunos estábamos indignados por la represión franquista. La gente del Barça se indignaba porque el árbitro les había robado el partido. Pero eran indignaciones que no tenían remedio.
Ahora se ha puesto en marcha una nueva forma de indignación, que se manifiesta de forma pública y permitida. El oficio de la indignación ha progresado. Es un oficio que puede tener causas, pero que, con su crecimiento, ha perdido la noción de los límites. El régimen franquista tenía clara la distinción entre adictos al régimen y no adictos.
El hecho es que se ha difuminado el significado de la indignación, y cuesta saber cuál es su objetivo. Porque una plaza de Catalunya totalmente ocupada causa mucha impresión, pero la política, la economía, la democracia y la justicia no se basan en impresiones. Los grandes pintores franceses llamados impresionistas, a pesar de su revolucionaria visión del arte, sabían muy bien si lo que querían pintar era un paisaje de tierra o un paisaje de mar.
En el libro Contra la Barcelona progre -que lleva un prólogo brillante de Trallero-, el periodista Xavier Rius cuenta que le tocó informar sobre los hechos que se produjeron en el centro de Barcelona a raíz de una huelga. «Sentí vergüenza por ver a mossos apedreados. Y en una tienda asaltada volaron todos los tejanos del escaparate. Y la máquina registradora fue tirada al suelo».
Me parece simbólico. Nada tenía que quedar registrado. Y yo me pregunto con qué nombre quedarán registradas, entre los diversos indignados, la experiencia de ocupar y maltratar la plaza más importante de Barcelona, la experiencia de vivir encima de un árbol, el gesto de plantar una col donde antes había césped sin tener idea de horticultura. ¿Gestos simbólicos? ¿También es simbólica la coacción sobre los parlamentarios para que no cumplan con su deber de entrar en el Parlament?
Los indignados han destruido la indignación, como algunos curas han destruido la fe. La indignación es como la vida, fatalmente sometida a un proceso de extinción. Si la protesta no crea una estructura coherente, ni ejerce autocontrol, se queda siempre en anécdota temporal, en fotografía. En fracaso de quienes la iniciaron.
Josep Maria Espinás, EL PERIÓDICO DE CATALUÑA, 17/6/2011