MAITE PAGAZAURTUNDÚA-EL MUNDO

La autora explica las condiciones que se tienen que dar para que un gobierno otorgue la medida de gracia y analiza cómo Pedro Sánchez la utiliza para fines que debilitan al Estado.

NO HABRÁ INDULTO. El equipo del presidente del Gobierno nos entretiene con ese capote. Voy a justificar lo primero. No puede haber indulto porque para que lo hubiera los juzgados, una vez condenados, deberían pedir perdón y ése es precisamente el gran tabú para los secesionistas: asumir que lo que hicieron es ilegítimo e ilegal. No olvidemos que, desde el gobierno autonómico, desacataron el espíritu de las leyes y que maniobraron de distintos modos, legales e ilegales, para la ruptura de nuestro territorio común y para derrumbar cada fundamento de los derechos y libertades de todos los ciudadanos españoles. Lo que parece que se negocia entre bambalinas es librar de la responsabilidad penal a los secesionistas catalanes encausados.

Ahora bien, conviene detenerse en la cuestión del indulto de la mano de una fuente de gran autoridad, como es la de Francisco Tomás y Valiente, ex presidente del Tribunal Constitucional, asesinado por ETA el 14 de febrero de 1996. En septiembre de 1993 publicó en el diario de mayor tirada nacional para que quedaran bien claros los límites de concesión del indulto. Parece que hubiera escrito para orientarnos hoy.

En un Estado de derecho, este resto del Antiguo Régimen tiene un espacio reducidísimo y su concesión debe realizarse con arreglo a la ley, según el art. 62 de la Constitución. «Desde la ley de 1870 está dispuesto que, tanto el tribunal sentenciador como el gobierno, han de tener en cuenta en la solicitud muy especialmente las pruebas o indicios de arrepentimiento del delincuente-recluso que lo solicite. Si el arrepentimiento consta puede concederse el indulto. Si no, no». Así lo dejó por escrito.

«En la exigencia del arrepentimiento –sigue Tomás y Valiente– no hay que ver una voluntad legal de humillar al vencido, que siempre tiene la posibilidad de, si no quiere solicitar el indulto ni mostrar arrepentimiento, cumplir la condena. Se trata de un requisito objetivo de garantía respecto al comportamiento futuro del recluso, posible beneficiario del indulto. Si sucede que el recluso, ni solicita personalmente el indulto, y desde luego, no ha manifestado su arrepentimiento, en relación con su conducta delictiva y reincidente y no ha acatado la constitución contra la cual se rebeló, la denegación del indulto es una consecuencia jurídica lógica y debida. Que nadie invoque el ejercicio de virtudes como la clemencia o la generosidad, porque aquí ya no se trata de eso». Continúa indicando que el artículo 25 de la Constitución dispone que las penas privativas de libertad estarán orientadas hacia la reinserción social, pero que no es el único fin de la pena.

El líder de Esquerra no va a pedir el indulto, que es lo que el Gobierno aceptaría en la formulación más ambigua y falsa. No van a pedir el indulto porque no acatan el ordenamiento jurídico, niegan la clave de bóveda del Estado de Derecho democrático y desean domesticarnos a los demás. Domesticarnos, sí, que les demos lo que piden, pero con facilidades de pago. Para esa parte, para el cabildeo están los otros nacionalistas que podrían intermediar –instalados como están en la deslealtad hacia el régimen que tanto les ha privilegiado, hoy por ti, mañana por mí–. Y para el cabildeo está Pablo Iglesias, que desea ajustar cuentas con el pasado histórico de la restauración democrática, por supervivencia política y, tal vez, por su propia tradición personal. Iglesias necesita romper la fórmula de convivencia pluralista que supuso la Transición y la Constitución del 78. Coincide en esa apreciación con Otegi y los que, tras la muerte de Franco, no dejaron de matar porque el antifranquismo no era más que una excusa para debilitar lo español y para perseguir y erradicar el pluralismo político en el País Vasco y Navarra. Lo mismo, por cierto, que los terroristas del BVE y otros energúmenos de extrema derecha hicieron porque tampoco aceptaron la libertad ideológica en un estado democrático.

No puede haber una situación más dispar a un indulto que la de haber querido segregar nuestro territorio común y someternos a todos, pero discriminando gravemente a la mitad de la población catalana. Sin embargo, la delegada del Gobierno en Cataluña se proclamó partidaria de indultarlos el 22 de septiembre.

El 15 de octubre se publicó que Joan Tardà, enfadado tras conocer que la Fiscalía mantendrá la pena de rebelión, avisó al Gobierno de que su partido «no negociará nada si el Gobierno no insta a la Fiscalía a retirar las acusaciones». «Solo cabe una solución: la absolución. No han delinquido». Pocos días después, en el Congreso los socialistas marearon la perdiz y la vicepresidenta del Gobierno devaluó el indulto a la categoría de mercancía política. Eso sí, el 2 de noviembre la Fiscalía mantuvo la calificación de rebelión para Junqueras, pero la abogacía del Estado no lo hizo.

Edmundo Bal, jefe de Penal de la Abogacía, no satisfizo el deseo del Gobierno de eliminar cargos y fue purgado, perdiendo categoría y destino. Fue la abogada general del Estado la que firmó lo que las «instrucciones» determinaban. El Gobierno quiere ser blando con los golpistas y duro con Edmundo Bal y con Pablo Llarena, para que los altos funcionarios del Estado aprendan en cabeza ajena hasta dónde está dispuesto a llegar el presidente. Que se preparen los fiscales. Es hacia el juicio hacia dónde es preciso mirar.

Es la senda que va, paso a paso, de la rebelión a la sedición, de la franja alta de la pena, a la baja. De la sedición a la prevaricación, a la multa, a la nada. La clave es que el presidente del Gobierno ha decidido, en el fondo, aceptar parcialmente la legitimidad de la operación ilegal contra algo que no es suyo, sino de todos nosotros. Eso es lo más grave para la democracia, porque nos deja más desprotegidos, porque debilita al Estado. Y ni tan siquiera parece que se da cuenta.

Lamento profundamente tener que escribir estas líneas, del mismo modo que lamento tener que recordar que posiblemente los socialistas catalanes abusaron de la confianza de los suyos y rompieron el compromiso sobre el modelo territorial que pactaron en Santillana del Mar en el año 2013. La solución no está en las concesiones, sino en el cese de la deslealtad de los nacionalistas, acostumbrados al privilegio.

En 1978 se eligió la convivencia y la generosidad. Sánchez tiene que pensar que las sirenas de Podemos y nacionalistas –con su victimismo– lo devorarán y, con él, se llevarán el fruto por el pluralismo ideológico de nuestros abuelos. Pluralismo, sí. Puede Sánchez, paso a paso, volver al Tinell, al Tinell ampliado, pero se equivocará. Es en la intersección que marcaron los debates constitucionales de la Transición y en la lealtad que el nacionalismo abandonó donde puede reflotarse algo parecido a una política respirable en España para enfrentarse a los retos de la cuarta revolución tecnológica, preservar el modelo social y defender la democracia europea de los agentes autocráticos mundiales. Ojalá catedráticos, escritores, juristas y quien quiera que busque salir de este barro debata sin ira pero sin docilidad en defensa de la democracia basada en la ley y en la lealtad al sistema.

Maite Pagazaurtundúa es europarlamentaria.