Josu Jon Imaz-El Correo
- Josu Jon Imaz, consejero delegado de Repsol, critica con dureza la propuesta de «hacer permanente un nuevo impuesto a las energéticas» que considera «discriminatorio» y que «imposibilita», a su juicio, futuras inversiones en el sector industrial
Mi padre murió cuando yo tenía ocho años. Yo era el menor de tres hermanos y, mi madre, viuda, sacó adelante a nuestra familia con mucho trabajo, sufrimiento y esfuerzo. Posiblemente en un país sin red de protección social yo hubiera tenido que empezar a trabajar desde muy joven sin poder acceder a unos mínimos estudios. Sin embargo, gracias a la solidaridad familiar y al apoyo de múltiples becas, pude completar el bachillerato, estudiar una carrera, formarme como investigador en el extranjero e incluso completar una tesis doctoral. Muchos pagaron sus impuestos para que yo llegase a donde hoy estoy. Es algo que nunca he olvidado.
Los debates sobre los impuestos son legítimos en una sociedad democrática. En una democracia normalizada, apostar por más o menos redistribución de la riqueza suele ser la línea que separa en muchas ocasiones una opción política de la de sus oponentes. En estos debates, siempre he defendido una visión redistributiva de la política fiscal. El impuesto de la renta con tipos progresivos y una justa tasación de las rentas de capital y de las ganancias patrimoniales forman parte de mi visión de una sociedad equilibrada. Ni siquiera en mi vida personal, allá donde tengo una opción de elección fiscal favorable, tiendo a optar por ella. Posiblemente porque pienso muchas veces en los niños de ocho años que hoy en día necesitan mis impuestos.
Quizá por eso me repugna particularmente la demagogia en torno a las cuestiones fiscales. Estos días, los partidos que conforman el Gobierno han presentado una propuesta para hacer permanente un nuevo impuesto al sector energético más allá del que, como cualquier otra empresa, pagan por sus beneficios en concepto de Impuesto de Sociedades. No hay debate. No hay un análisis riguroso de las consecuencias. No hay siquiera interlocución franca con las empresas industriales. Simplemente el populismo y la demagogia al grito de «que paguen las empresas para favorecer a los que lo pasan mal». Aquellos políticos que incluso en privado reconocen que esa doble imposición es un dislate no se atreven a alzar la voz por temor a ser considerados defensores de los «ricos y de las empresas», exponiéndose a que lancen a las masas contra ellos por «antisociales».
No quiero quedarme en argumentos jurídicos de que ese pagar dos veces por un concepto similar, el beneficio, será un día tumbado en los tribunales, cosa que previsiblemente sucederá. No hay más que ver lo que año tras año cuestan a los ciudadanos las sentencias que anulan decisiones fiscales discriminatorias e ilegales. Lo que ocurre es que, cuando eso pase, los actuales gobernantes estarán posiblemente lejos de sus funciones. No tendrán que pagar las consecuencias de sus políticas populistas e ilegales. Otros tendrán que apechugar con las devoluciones a las empresas. Tampoco quiero quedarme en subrayar su carácter discriminatorio (¿por qué un sector sí, y otros, que afortunadamente para ellos viven tiempos buenos, no?). Quiero, sobre todo, pensar en las consecuencias reales que un impuestazo de este tipo provoca en la economía real. En esa que queda lejos de decisiones demagógicas.
Mi generación tuvo acceso a puestos de trabajo industriales. La industria genera empleos estables, mejor pagados y, además, alimenta sistemas de ciencia, tecnología e innovación que hacen que la sociedad avance. Estos entornos atraen talento. Los buenos sueldos generan elevados impuestos y un sistema de bienestar social que permite tener sociedades prósperas y más justas. En España la industria ha bajado del 18,8% del PIB en el año 2000 al 14,2% en 2023. Cada vez más los empleos se generan en el sector servicios en muchos casos de bajo valor añadido. Los salarios son bajos, frecuentemente temporales y los jóvenes no tienen capacidad de independizarse y desarrollar un proyecto de vida. La industria necesita ser apoyada. Gran parte de las industrias compiten con productos que llegan de otros países a nuestros puertos. Si nuestras industrias no pueden competir, cierran y esos empleos se pierden. Muchas personas se quedan sin la posibilidad de tener un futuro diferente.
Si nuestras industrias no pueden competir, cierran y sus empleos estables y mejor pagados se pierden
España es un país líder en refinerías en Europa. Además de la seguridad de suministro que esto supone (recordemos la gasolina y el diésel que no nos faltaron ni en la pandemia ni al inicio de la invasión rusa de Ucrania), este sector genera más de 200.000 empleos, entre directos, indirectos e inducidos, además de garantizar el empleo industrial de los dos principales polos químicos del país (Tarragona y Huelva). En los últimos quince años, Francia e Italia han cerrado la mitad de sus refinerías. La última europea en anunciar su cierre ha sido la de Grangemouth, en Escocia, que perderá en unos meses su empleo industrial. Las refinerías españolas tienen planes de inversión de alrededor de 10.000 millones en los próximos años. El objetivo es seguir compitiendo con los productos que vienen de Oriente Medio, India o Estados Unidos a la vez que avanzamos en la descarbonización; o sea, fabricando cada vez un combustible más renovable para mitigar el impacto del CO2.
Ser rentables compitiendo con esos países con bajos costes y llevar adelante grandes inversiones exige visión, tecnología y compromiso, además de elevados recursos. Muchas empresas europeas han optado por no hacerlo. En su lugar, cierran las refinerías, se pierde el empleo industrial y se importa ese producto por los puertos europeos. Las compañías españolas del sector, entre ellas la que represento, tenemos planes para invertir. No les oculto que el reto financiero y tecnológico es elevado, pero la apuesta por la industria y su empleo merece la pena. Ahora, el populismo fiscal va a penalizar esta actividad con un gravamen discriminatorio que imposibilita que esa inversión pueda llevarse a cabo. Si ya era difícil competir con la inversión energética en Estados Unidos, este golpe lo hace imposible. Mi opinión es irrelevante. Sugiero a los promotores de esta iniciativa que se lean las conclusiones de la Comisión Europea sobre este gravamen o el Informe Draghi.
La inversión en el sector energético español se ralentizará al mínimo. Miles de millones de euros se desviarán a otros países. Es posible que, ante la dificultad de descarbonizarse, el sector del refino español vaya teniendo dificultades para mantenerse antes de que acabe esta década. Crearemos muchos empleos en servicios de bajo valor añadido, posiblemente mal pagados. Nuestra cobertura social tendrá dificultades para sostenerse en un futuro porque el tipo de empleo que se crea y la falta de recursos que genera el que se pierde nos aboca a un modelo de competitividad alejado de los líderes a los que deberíamos emular.
La falta de reconocimiento social del valor de la empresa, las superposiciones regulatorias, el ahogo a la industria, las prohibiciones en vez de incentivaciones y las medidas fiscales asfixiantes que penalizan la generación de riqueza y empleo son medidas populistas que, bajo el mantra del bienestar social, comprometen seriamente el modelo futuro de este país. Tengo serias dudas de que los niños de ocho años golpeados por la vida puedan tener dentro de unas décadas las oportunidades que otros tuvimos. Me duele más todavía que su futuro se apague entre discursos demagógicos contra las grandes empresas y los ricos. O que sea simplemente por el peaje a pagar para que Sumar siga sosteniendo un Gobierno.