José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
No cabe aducir que Inés Arrimadas «provoca» al mismo tiempo que un manto de silencio cubre las fechorías contra los símbolos de España en Cataluña
El lunes hará un año —el 8 de octubre— que los símbolos de España, y en particular la bandera, salieron del armario en Cataluña. Fue una manifestación multitudinaria que sorprendió a los independentistas y reconfortó a los que no lo son. Resultó el final de la «espiral de silencio» en la sociedad catalana y del «unanimismo», según la expresión brillante del filósofo Manuel Cruz. Los separatistas se quedaron perplejos y «descubrieron» que en la comunidad había catalanes que compartían los símbolos constitucionales de España (la bandera está descrita en el artículo 4.1 de la CE) con los de Catalunya (la enseña catalana está también descrita en el artículo 8.2 del Estatuto) y con los de Europa. Aquella manifestación fue un paso de gigante en la visibilización de la otra mayoría social y política catalana: la que no ha secundado a los partidos independentistas en las sucesivas elecciones adjetivadas de «plebiscitarias»: las de 2012, 2015 y 2017.
El miércoles pasado, Inés Arrimadas, exhibió desde la tribuna del Parlamento de Cataluña, durante la caótica y esperpéntica sesión que celebró la Cámara legislativa, una bandera de España asegurando que no desaparecería por mucho que el independentismo se empeñase. Miquel Iceta, que puede ser tan brillante como metepatas, no resistió la tentación tan propia del PSC de reconvenir a la líder de Ciudadanos por lo que le pareció un acto de provocación. Que esa amonestación viniese de otro líder político sería entendible. Que viniese de Iceta, no. Sobre todo, cuando el PSC ha perdido votantes a barullo, tanto hacia el independentismo, al que ha surtido de personajes como Ernest Maragall y Ferran Mascarell, como hacia los liberales de Rivera. Tras Ciudadanos hay más de 1.100.000 ciudadanos de Cataluña (36 escaños) y tras el PSC (17 escaños) algo más 600.000. El 25% del total de los votantes catalanes, no juzgarían que Arrimadas incurriese en una provocación por enarbolar la bandera de España, sino todo lo contrario.
Las provocaciones no pueden calificarse de tales en función de criterios sectarios. No cabe aducir que Inés Arrimadas «provoca» al mismo tiempo que un manto de silencio cubre las fechorías contra los símbolos de España en Cataluña. La semana pasada los CDR asaltaron la sede de la Generalitat en Girona, arriaron la bandera nacional, la pisotearon y la cubrieron con la enseña separatista. Y al tiempo que Arrimadas ofrecía una imagen que logró colocar en todos los medios, los radicales pisoteaban la fotografía del Rey entre el aplauso de los espectadores, mientras desde las alcantarillas de la ciudad de Olot se escuchaba el discurso del jefe del Estado del 3 de octubre del pasado año.
De modo que la líder de Ciudadanos hizo bien por partida triple: porque es necesario hacer presentes los símbolos con los que se identifican millones de catalanes (esos que lo hacen, además, también con la ‘senyera’), porque consumó un gesto de oportunidad para sacar mediáticamente la cabeza en el maremágnum de informaciones protagonizadas siempre y obsesivamente por los separatistas, y porque desafió esa perversa corrección política que en Cataluña consiste en que unos se callan y otros hablan, que unos tienen una identidad superior y otros, o no la tienen, o es de peor condición.
Pero es que Inés Arrimadas consiguió con su gesto una utilidad marginal interesante: volvió a mostrar la faz del fanatismo, encarnado —¡así son las cosas!— en gente que teníamos por moderada. Nuria de Gispert, quien fuera presidenta del Parlamento catalán, afiliada a Unió, democristiana, no la soporta. En noviembre de 2017 en un tuit la invitó a volverse a su Jerez natal y luego pidió perdón asegurando que en lo sucesivo contaría «hasta diez» antes de escribir en ese tono literal en las redes sociales. Pero no lo ha hecho y, así que vio a la liberal con la bandera de España, lanzó otro tuit tildándola de «inepta e ignorante», de «no saber nada de nada» y, de nuevo, la invitó a que regresase a su pueblo.
Las enseñas y los símbolos —los legales e, incluso, los no previstos en norma alguna pero no odiosos— tienen que respetarse porque incorporan un significado de matices muy distintos según qué personas y en qué circunstancias. El radicalismo independentista se ha ensañado con el imaginario español, especialmente su bandera y la monarquía, representada hoy por hoy en Felipe VI al que han escarnecido mediante acoso (26 de agosto de 2017, en Barcelona) y abucheos y silbidos (en estadios de futbol y otros eventos). La libertad de expresión ampara estos comportamientos según criterios jurisprudenciales tanto en España como en otros países. La respuesta a la falta de civismo, pues, no es jurídica (o no siempre) sino política e Inés Arrimadas —además de ensayar un mecanismo infalible de comunicación política: singularizarse y captar el foco— lo ha dado.
Las enseñas y los símbolos tienen que respetarse porque incorporan un significado de matices muy distintos según qué circunstancias y qué personas
Y más vale que lo haga ella a que lo hagan otros. Por ejemplo, mañana, en la plaza de Vistalegre en Madrid, se celebra el primer mitin multitudinario de Vox. Nuestra izquierda tan exquisita va a tener que ir eligiendo: si continuar con el mantra de que el PP y Ciudadanos son derechas extremas o respetarlas en su auténtica idiosincrasia ideológica y estratégica. Porque si no lo hacen, en nuestro país tendremos, antes o después, un nuevo componente populista, pero de derechas, alineado con Salvini, Orbán, Le Pen, y otros muchos líderes y formaciones políticas que comienzan a señorear en la vieja Europa. Esos sí que saben provocar. Inés Arrimadas se limita, simplemente, a defenderse y defender a sus representados. Una causa noble porque ni ofende, ni desprecia, ni alienta a la violencia. Simplemente se afirma en la racionalidad de la diferencia en una sociedad que es naturalmente plural. En eso también consiste la libertad.