JOSEBA ARREGIELMUNDO

El autor reflexiona sobre el uso de la etiqueta ‘populismo’ para explicar realidades muy distintas y cree que el populismo no es otra cosa que la traducción a la política del infantilismo que caracteriza a la cultura en general

EN EL COMPLICADO mundo de hoy se afirma que a lo complejo no se le puede responder con recetas simples o simplistas. Pero también se puede constatar que los intelectuales andan buscando la piedra angular que permita entender de forma unitaria y conjunta lo que sucede. Nadie parece dispuesto a renunciar a encontrar alguna clave fundamental que permita acercarse a los complejos problemas del presente.

A esa necesidad responde el recurso a términos que parecen evidentes, que no necesitan demasiadas explicaciones y que renuncian a los matices para no perder capacidad explicativa. Tomemos el ejemplo del término populismo. Parece ser la fuente de todos los problemas, capaz de explicar todo lo malo que está sucediendo en las sociedades occidentales, el veneno que está pudriendo el tejido social y política de las sociedades modernas. Trump recurre al populismo, Orbán también, Erdogan también, al igual que Putin. El Frente Popular es populista, lo es La Liga en Italia y Vox en España, y el partido gobernante en Polonia. Sin negar que todos tengan algo en común, se puede afirmar que cada caso responde a situaciones concretas diferentes y que lo que se gana en capacidad explicativa aplicando a todos ellos el término populismo, se pierde en capacidad de análisis de las situaciones concretas.

Pero mientras jugamos con el término, no nos preocupamos por plantear una pregunta fundamental: ¿pudiera ser que antes que las realidades concretas y en parte comunes que aparecen en el panorama político se haya ido creando en las sociedades modernas una cultura en el más amplio sentido del término desde el que cobra sentido lo que criticamos en la política como populismo? Porque pudiera ser que el populismo político no sea más que una traducción de algo que ha invadido la cultura en general y muchas manifestaciones culturales en particular, con lo que el populismo no sería más que una consecuencia necesaria.

Hace años se publicó la obra titulada Death of Distance, How the Communications Revolution will change our Lives (Frances Cairncross, 1997). Gracias a las nuevas tecnologías, nuevas en 1997, se elimina la distancia tanto espacial como temporal. Esta muerte de la distancia en ambas dimensiones –la desaparición de la distancia espacial conlleva la desaparición de la distancia temporal– implica una enorme revolución, pues actúa directamente en contra de una característica esencial del hombre, la distancia, la reflexión, la memoria.

El ser humano no está integrado en la inmediatez de la naturaleza, pues siendo producto de la naturaleza es también distante con ella. Los animales son parte del nicho ecológico, el ser humano posee un nicho ecológico, pero no se confunde en él. Es característico del mundo animal la inmediatez entre la percepción del instinto y la búsqueda de su satisfacción, pero el hombre se distingue por su capacidad de retrasar, e incluso llegar a negar, la satisfacción de una necesidad instintiva. Todo ello significa que para el hombre la distancia temporal es constitutiva, y también la distancia espacial en el sentido de distancia social que rompe la inmediatez y la transparencia absoluta de las relaciones sociales.

Resultado: la cultura de las sociedades modernas ha ido avanzando hacia la infantilización. Los infantes van madurando al desarrollar su capacidad de distanciarse de la fusión con el entorno, la educación consiste en que vayan adquiriendo la capacidad de retrasar la satisfacción de sus necesidades instintivas. En esos movimientos van adquiriendo capacidad de reflexión, de verse desde fuera, desde cierta distancia, van adquiriendo conciencia de sí mismos gracias a la apertura de un paréntesis temporal. Adquisición de conciencia como adquisición de tiempo, conciencia de tiempo.

La cultura de consumo significa la materialización de la muerte de la distancia espacial y temporal. El consumo no puede esperar, debe ser inmediato, no necesita ya de lugares distantes a los que ir, puede ser realizado sin salir de casa. Los niños, y los mayores quieren todo a la mayor brevedad, a poder ser con inmediatez: entrega rápida, quiero esto o aquello, pero ya, en tiempo real, sin distancia temporal. Si hace años los propios periodistas decían que nada era tan viejo como el periódico de ayer, hoy es preciso decir que nada hay tan viejo como el último tuit de hace un par de segundos del político de turno, del o de la artista o cantante de turno.

Si en la pedagogía ha desaparecido el valor de la memoria, la distancia temporal hacia el pasado ha desaparecido también, ya no hay pasado; y, si el presente está colonizado por el futuro (Niklas Luhmann) –es decir, no tiene peso propio porque consiste sólo en una novedad que antes de ser real ya ha pasado sin que haya adquirido peso para conformar un pasado con significado–, implica la muerte definitiva del tiempo. Si Emmanuel Levinas afirma que conocer es re-presentar, es decir, volver a presentar a la y en la mente lo percibido –es decir, es memoria–, la anulación del tiempo y de la memoria implica anulación del conocimiento. Si pensar radica en asociar ideas, y si sin memoria ni pasado no puede haber ideas, pensar es imposible. Sin tiempo no hay reflexión, pues ésta implica distancia: del objeto de análisis, de uno mismo.

Y así llegamos al grito del 11-M, del acontecimiento fundacional al que tanta importancia se le dio en su momento: ¡democracia ya! Si a ello añadimos el entusiasmo de las primarias que implica la exigencia de la inmediatez del poder ejecutivo en relación a la fuente legitimante, el pueblo, la gente, los afiliados, eliminando la distancia de la representación, si además la estrategia y la táctica han abdicado a favor de la inmediatez, quizá descubramos que el populismo no es otra cosa que la traducción a la política del infantilismo que caracteriza a la cultura en general, infantilismo reforzado por las encuestas, los amigos y seguidores de las redes sociales y la presencia continua en las mismas. Un infantilismo que ha minusvalorado la perdurabilidad de las instituciones y su peso histórico, el enemigo número uno del infantilismo –¿por qué no cambiar la Constitución al menos cada generación?–.

Este infantilismo viene acompañado casi necesariamente de arcaísmos. Basta con presenciar en los medios audiovisuales los conciertos de masa actuales centrados en las músicas de moda para percibir que la música va siempre acompañada de danza, con asistencia de grandes masas que se mueven al ritmo de ambas, música y danza, y éstas se expresan de manera muy preponderante en base a ritmos repetitivos, con fuerte acompañamiento de percusión muy rítmica, en un ambiente controlado por luces y sombras, con fuerte antagonismo entre luminosidad y oscuridad, todo ello dirigido a una fusión entre cantante, grupo y la comunidad de asistentes al concierto, sin que falten elementos de incitación sexual manifiestos. Todo ello se parece mucho a la reunión periódica de los aborígenes australianos en busca de la reafirmación del grupo por medio de la fusión –éxtasis– de los individuos en y con el grupo que es como se imaginó Durkheim la religión primitiva. Arcaísmo que también adquiere la forma de confrontación buscada de la muerte como la experiencia auténtica imposible en la cultura moderna, el deporte de aventura. Lo expresó a la perfección uno de los mayores alpinistas que han existido, Reinhold Meissner: «Busco la confrontación directa con la muerte para sentirme vivo».

EL INFANTILISMO cultural, matriz de lo que criticamos hoy como populismo en la política, es al mismo tiempo expresión de la inocencia perdida y del sentimiento de omnipotencia de la infancia: cuando los niños creen poder controlar completamente su entorno y tienen miedo a perder ese control, cuando se niegan a que se les cierre la puerta de su dormitorio o a que se les apague la luz, pues temen perder el control.

Desde esa experiencia de lo que el psiquiatra y psicoanalista H. E. Richter denomina el complejo de Dios se puede entender el problema de la opresión de las mujeres en las sociedades modernas. La expulsión de Dios del espacio público trae consigo un vacío que conduce a la apropiación por los humanos de los predicados divinos de omnipotencia, actividad, perfección, capacidad de predicción del futuro y su control, conocimiento (Hegel, Feuerbach). Pero no es el conjunto de la sociedad quien se apropia de los atributos divinos, sino sólo la parte masculina. Son los varones quienes se ven en el espejo del Dios expulsado.

Pero como la pasividad, el sufrimiento, el lloro, los sentimientos, la imperfección siguen existiendo, los varones proyectan esas características que dañan su imagen divinizada en el grupo humano de las mujeres oprimiéndolas, situándolas al servicio del mantenimiento de la imagen divinizada de los varones. Viendo los problemas desde esta perspectiva, la meta a alcanzar, como propone el psiquiatra y psicoanalista citado, es la de sanar la sociedad que sufre la herida de su escisión en dos mitades, buscando la transformación de ambos grupos y no la divinización-igualación del grupo femenino en la masculinidad divinizada. La meta sería la humanización de la sociedad. Ni homo homini lupus, ni homo homini Deus, sino homo homini homo. Ni más ni menos.

Joseba Arregi, ex consejero del Gobierno Vasco, es ensayista.