Infantilismo revolucionario

EL CORREO 14/07/14
JUAN CARLOS VILORIA

He leído hace unos días que uno de los diputados de moda, Alberto Garzón, ha dicho en una entrevista: «Quiero la revolución». Y me ha entrado un ataque de melancolía. Yo también estudié Ciencias Políticas en la Complutense aunque unos años antes que el joven Garzón, con quien coincido ahora en la mesa de análisis del programa de Ana Rosa en Tele 5. Y entonces, en las postrimerías del franquismo, sí que parecía que la revolución estaba al alcance de la mano. Partidos de inspiración leninista y obediencia soviética se cruzaban en las escaleras con los ‘troskos’ mientras la ORT repartía en el hall de la facultad panfletos con el pensamiento de Mao.

La vanguardia obrera y estudiantil creyó a pie juntillas que a base de cuatro células clandestinas y unas consignas, a la muerte de Franco, el pueblo tomaría el poder. Ya sabemos por qué caminos tan diferentes discurrió la historia y que la facultad de Políticas se refugió en la modorra a falta de horizontes revolucionarios. A pesar de toda la agitación tardofranquista, la odiada ‘democracia burguesa’ fue el sistema que permitió, efectivamente, que el pueblo tomara el poder. No en la forma que algunos imaginaban con su dictadura del proletariado o una revolución cultural que desterrase al campo a los intelectuales de derechas y cómplices del franquismo. No. Fue con las urnas por delante, la libertad de expresión, la soberanía delegada en los diputados, concejales, senadores, parlamentarios. Sin comisarios políticos, sin tribunales populares, sin destierros ni revanchas. Algunos se quedaron frustrados.

El lenguaje, digamos revolucionario, florece como las amapolas en las primaveras de la crisis. De la crisis de la dictadura, de la crisis económica o de la democracia. Aunque de aquella sopa de letras que llenaba de panfletos las facultades y algunas fábricas con delegados que por la noche soñaban con Madrid/La Habana no se debería desdeñar todo su esfuerzo. Porque la agitación de grupos minoritarios contribuyó a mover sectores sociales entonces nada partidarios del cambio. Por supuesto no alcanzaron sus objetivos maoístas o leninistas. Pero contribuyeron a contagiar su ansia de mudanza. Por cierto, ese cambio no apareció por ningún lado en la Cuba soñada que todavía hoy sigue con el mismo partido, la misma familia en el poder, el mismo periódico ¡y los mismos Chevrolet! que había en la isla en la revolución del 59. El amigo Garzón ya sabe que en una democracia madura y de opinión pública no se puede hablar del modelo castrista para ganar votos. Y no lo hace. Pero tampoco creo que vaya muy lejos con su nueva revolución cuyo modelo dice inspirarse en una suma de Noruega, Suiza, Venezuela y California. Sin capitalismo, claro. Eso en mi época de Políticas se llamaba «infantilismo revolucionario». Ahora la revolución de la democracia se llama más democracia.