JOSÉ MARÍA RUIZ SOROA-EL CORREO

  • El colectivo más directamente afectado por el alza disparada de los precios depende directamente de la política, en la que a su vez influye

La inflación monetaria, en la que nos hemos visto inmersos poco menos que repentinamente, sin ninguna previsión de los expertos o los gobiernos, es uno de los fenómenos que más acusadamente erosiona la confianza ciudadana en las instituciones e incluso en la sociedad misma como sistema de protección colectiva. De pronto, y sin que las causas de ello sean transparentes para el ciudadano, su dinero vale menos y sus ahorros se evaporan; la vida se vuelve cada vez más difícil ante una pérdida constante del valor real de esa promesa social que es el dinero. El ciudadano siente que las bases de la convivencia se tambalean, que el futuro se vuelve ominoso y la confianza se torna un bien escaso.

Pero es que, con esa ironía que el funcionamiento económico suele exhibir a veces, sucede que la única salida de esa disfunción monetaria que arruina la confianza ciudadana pasa por, precisamente, unas medidas cuya adopción exige una alta dosis de cohesión y confianza; porque son medidas contraintuitivas y porque se apartan del interés inmediato de los sectores ciudadanos que padecen la inflación. Esta puede ser analizada por ello, si nos ponemos en la perspectiva de la teoría decisional, como un ‘juego de los prisioneros generalizado’ en el que solo si todos los actores colaboran puede llegarse a un resultado colectivo favorable pero en el que, desgraciadamente, el interés y la conducta consiguiente de cada partícipe tiende espontáneamente a ser del tipo egoísta: cada uno busca su propia salvación y, al hacerlo, provoca un empeoramiento de la situación colectiva.

En concreto, si los sectores afectados que tienen posibilidades de reacción, como son los sindicatos, empresarios, jubilados, empleados, etcétera, tratan de escapar a la pérdida monetaria reivindicando un incremento nominal de sus ingresos mediante la indexación o sistema parecido (reacción que es la ‘natural’), sucederá sin embargo que la espiral inflacionista se cebará más aún y la tasa de inflación no hará sino crecer.

Lo mismo sucede, por amargo que resulte decirlo, con las medidas de ayuda directa que adopta el Gobierno para proteger de la inflación a sectores afectados: que por muy justas que parezcan, no hacen sino incrementar objetivamente la tasa de inflación al inyectar más dinero en el sistema. Ceban la espiral. Para romper esta es preciso un comportamiento colectivo de renuncia a la salvación inmediata y apuesta por las medidas de ajuste desagradables que solo sociedades cohesionadas y cooperativas pueden asumir. O sociedades que conserven operativo un recuerdo histórico espantado de las espirales inflacionarias como la alemana.

Limitar los ingresos de jubilados y funcionarios aboca a un verdadero suicidio electoral

Las sociedades democráticas son especialmente proclives a la inflación -lo señalan historiadores de la economía como Gabriel Tortella-, y la razón de ello es clara: en las democracias la política es esclava en gran manera de los humores de la sociedad porque usan de un mecanismo electoral para la selección y expulsión de gobiernos; depender del voto lleva a la clase política a ser laxamente concesiva para con las demandas monetarias de los sectores de votantes que pueden reconocer y concretar sus intereses. Es un efecto sistémico que afecta lo mismo a políticos de una u otra ideología; todos dependen de los votos y ninguno puede permitirse el lujo de enfrentarse a las demandas populares o intentar acercarlas a una fría racionalidad económica que solo ofrece paciencia y ajustes.

Hoy nos encontramos con una inflación disparada en una sociedad en la que, además, el Estado es de una u otra forma la fuente directa de una parte muy grande de los ingresos monetarios de la ciudadanía. Del Estado dependen funcionarios, jubilados y toda una serie de empresas y empleos para o semipúblicos. El colectivo más numeroso de afectados por la inflación depende directamente de la política, en la que a su vez influye, con lo que la situación de esta se vuelve kafkiana: si se aplicara ella misma el sistema de ‘pacto de limitación de rentas’ que recomienda con toda razonabilidad al sector privado, se vería en la tesitura de limitar los ingresos de jubilados y funcionarios renunciando a la indexación, un comportamiento que, así expuesto con crudeza, es inimaginable en la política democrática de hoy puesto que aboca a un verdadero suicidio de expectativas electorales por su parte. Todos prefieren correr el riesgo de la espiral, y que sea la realidad siempre lejana la que corrija a lo bestia el desajuste futuro, que intervenir desde ahora para prevenir esa realidad. Solo un pacto interpartidista para dejar fuera del juego político competitivo el tema (‘prisioneros racionales’) permitiría otra conducta, pero es sencillamente impensable aquí y ahora.

La política queda presa de un efecto desviado de sus propias reglas democráticas. El ‘dilema Juncker’: la escisión entre lo que requiere la gobernación y lo que exige la reelección. Por eso la demagogia actual, aunque como siempre cáncer corrosivo de ellas, consiste más en silencios que en promesas desaforadas. En descripciones desajustadas o parciales de lo que viene. Mala cosa.