Ignacio Varela-El Confidencial
- Rigor económico y polarización política mezclan tan mal como presupuestos electorales y lucha efectiva contra la inflación
“Es probable que la reducción de la inflación requiera un periodo sostenido de crecimiento por debajo de la tendencia. Además, es muy probable que las condiciones del mercado laboral se debiliten. Los tipos de interés más altos, el crecimiento más lento y las condiciones del mercado laboral más débiles reducirán la inflación, pero también supondrán cierto dolor para los hogares y las empresas. Estos son los desafortunados costes de la reducción de la inflación. Pero si no se restablece la estabilidad de los precios, el dolor será mucho mayor”.
Son palabras recientes de Jerome Powell, presidente de la Reserva Federal de los Estados Unidos (el equivalente al Banco Central Europeo, pero con mucho más poder). Resultan extraordinariamente explícitas, considerando la circunspección con que suelen expresarse los titulares de las grandes instituciones monetarias. Powell estuvo en el pelotón de quienes erraron hace unos meses, asegurando que la entonces incipiente inflación sería un episodio transitorio y, por tanto, no sería necesario revisar las políticas expansivas del gasto al uso durante los últimos años. Pero, como aconsejaba Keynes, él sí ha tenido la prudencia de cambiar de opinión cuando cambiaron las circunstancias y el valor de decirlo públicamente de forma que todo el mundo lo entienda.
Lo que dice Powell no es ningún descubrimiento, sino el abecé de cualquier política antiinflacionaria en cualquier lugar del mundo. Vale para Estados Unidos, pero valdría exactamente igual para España o cualquier otro país europeo, porque esta pandemia inflacionista es global; la diferencia con la del covid es que hay muchos precedentes históricos y el tratamiento es conocido. Otra cosa es que exista un poder político dispuesto y capaz de aplicarlo y, a la vez, explicarlo.
No es ese, obviamente, el caso del Gobierno español, ni tampoco el de la oposición. Nadie escuchará a Pedro Sánchez ni a sus ministras económicas hablar en los términos en que lo ha hecho Powell —es decir, en términos adultos—. Aún peor, nadie debe esperar que un Gobierno como este aplique el tipo de política económica que se desprende de ellas. No cuando se enfila el último curso de la legislatura, no cuando se han clausurado deliberadamente todos los espacios de la concertación política transversal y, desde luego, no cuando se descansa sobre una coalición de gobierno y una mayoría parlamentaria que solo es sostenible políticamente desde la lógica del gasto público desenfrenado, cualesquiera que sean las circunstancias de la economía.
El gasto dispendioso es a este Gobierno como el alcohol al dipsómano: lo necesita imperiosamente para funcionar. Si se le priva de él o simplemente se le disminuye la dosis, lo ataca el síndrome de abstinencia y colapsa. Es un error interpretar la resistencia feroz del Ejecutivo a las rebajas de impuestos como una posición ideológica. La cosa es más sencilla y, a la vez, más peligrosa: necesita seguir batiendo récords históricos de recaudación para sostener los leoninos compromisos de gasto con sus socios y llegar hasta las elecciones sin aflojar un ápice la regadera clientelar que el presidente llama “proteger a las clases medias trabajadoras”, la vicepresidenta segunda, “respaldar íntegramente las demandas sindicales”, y cualquier persona responsable, en la coyuntura presente, señalaría como la forma más segura de arruinar el país en plena escalada de los precios. En primer lugar, a las clases medias trabajadoras.
La inflación es una calamidad para cualquier Gobierno, pero lo es en grado sumo para uno de vocación y genética populistas. A estos efectos, da igual cuál sea el signo ideológico del populista de turno: el tránsito de Mario Draghi a Giorgia Meloni en Italia tendrá efectos trágicos, en primer lugar, para los sectores populares que están dispuestos a encumbrar a esta al poder.
Rigor económico y polarización política mezclan tan mal como presupuestos electorales y lucha efectiva contra la inflación. Es seguro que el Gobierno dispone de una mayoría parlamentaria consolidada que le permitirá aprobar holgadamente el presupuesto para 2023 y agotar la legislatura hasta el último minuto del último día compatible con la legalidad. Tan seguro como que, precisamente por la naturaleza de esa mayoría, los presupuestos irán en la dirección opuesta a lo que se necesita en este momento: serán proinflacionarios en lugar de antiinflacionarios, dadivosos en lugar de rigurosos, confrontativos en lugar de concordativos. Clavaditos a su papá y a su mamá.
Sin duda, se escenificará el obligado forcejeo, primero dentro del Gobierno tripartito (Sánchez, Yolanda Díaz y los restos de Podemos) y después con los aliados nacionalistas: todos necesitan colgarse sus medallas de guerra, sobre todo cuando se ha declarado el inicio de la campaña electoral con 18 meses de antelación. En realidad, creo que en esta ocasión la negociación será más apacible que nunca: todos comparten la misma filosofía, no existe el menor riesgo de que el partido de Sánchez amague con buscar acuerdos alternativos y las encuestas dejan poco margen para aventuras en solitario. Quizá se monte un poco de marejada con el asunto de los gastos de defensa, pero seguro que a estas alturas la factoría Bolaños ya ha encontrado el regate jurídico —quizás extrapresupuestario en lo formal, aunque no en lo material— para sacarlo adelante y que Yolanda salve la cara.
Las dificultades que a partir de ahora encuentre Sánchez para mantener las filas prietas solo pueden derivar del hecho, no previsto en la génesis del Gobierno, de que una de sus ministras sea a la vez su próxima competidora por el menguante voto de la izquierda y tenga a las cúpulas sindicales metidas en el bolsillo. De haberlo sabido, le habría entregado cualquier ministerio menos el de Trabajo.
Supongamos que de aquí a las elecciones generales el partido de Sánchez resucita milagrosamente y logra ganar las elecciones para gobernar con la misma tropa (en 18 meses puede ocurrir cualquier cosa, incluso que los adversarios se equivoquen con estrépito y le regalen la victoria, no sería la primera vez). En tal caso hipotético, el futuro presidente Sánchez debería estar seriamente preocupado por lo que puede llegar a hacer el actual presidente Sánchez con el dinero de todos en el tramo final de la legislatura. Temo que vamos a pasar muchos años hablando de la herencia recibida.