JON JUARISTI – ABC – 26/06/16
· Me apena que los británicos abandonen la UE, pero los comprendo.
EL referéndum me ha pillado en Oxford, enseñando a mi hijo menor lo que es una universidad seria, con la guía inestimable de Juan Pablo Fusi y de Eva Rodríguez Halfter, que fueron allí estudiantes y profesores. Mi hijo tiene la misma edad que la que yo contaba cuando, hace cincuenta años, en junio de 1966, llegué por vez primera a Inglaterra. Él la ha visitado ya unas cuantas veces y su inglés suena bastante mejor que el mío. Sin embargo, no creo que sus repetidos encuentros con el país le hayan deparado una emoción tan intensa como la que yo experimenté a mis quince, aquel verano de hace medio siglo.
Aquí podría insertar el tópico, no del todo falso, de la anglofilia de los bilbaínos, que sólo resultaría enteramente sostenible en el caso de unas clases altas desaparecidas hace mucho tiempo. La clase media de mi ciudad natal no se distinguía demasiado de la de las otras partes de España, cuyos vástagos estudiaban francés pero leían literatura juvenil inglesa, según lo han testimoniado miembros tan variados de mi generación como Fernando Savater, Andreu Martín o Luis Alberto de Cuenca. También yo llegué a mi adolescencia con el alma trabajada por Guillermo Brown.
Sin embargo, mi contacto inicial con Inglaterra pasa por dos películas estrenadas por entonces y que vi durante mi primera semana en Londres, acompañado por una prima mía ya instalada en la ciudad: «Doctor Zhivago», de David Lean, y «The Sound of Music» (Sonrisas y lágrimas), de Robert Wise. Aun siendo el musical americano y con sello de Broadway, su protagonista era británica a más no poder, tanto como Julie Christie, la Lara de Zhivago. Y lo que me conmovió, como cinéfilo en ciernes, fue lo convincentes que parecían los británicos haciendo de rusos y de austríacos. No sólo las dos Julie, sino Sir Alec Guinness, o los hoy menos recordados Tom Courtenay (Strelnikov!) y Rita Tushingham, que se habían fajado en el teatro de los angry youngmen. Lo que demostraba a mi juicio (y no he cambiado de opinión) que los ingleses son una nación poco dada al nacionalismo.
Aclaro: los ingleses, no los británicos en general. Los de la Celtic fringe tienden al irredentismo crónico, aunque ahora, con el oportunismo que los caracteriza, vayan de europeístas radicales. Los resultados del referéndum en Inglaterra muestran una división más que razonable en dos mitades. O sea, una recuperación del bipartidismo tradicional decantado esta vez hacia el conservadurismo, pero no al estilo de Cameron, sino al del filósofo conservador Roger Scruton o al del historiador Adrian Hastings, que han defendido la antigüedad de la nación inglesa frente al modernismo de la izquierda. La izquierda no cree en naciones antiguas. Sostiene que las naciones son un invento de la burguesía y, por tanto, superables por el socialismo internacionalista que cabalga de nuevo, dialécticamente, sobre la globalización compulsiva. El resultado del referéndum (inglés, insisto) prueba que la cosa no es tan sencilla.
Me gustaría pensar que también España es una vieja nación, como dice Rajoy, y no exclusivamente por sus achaques y sus tendencias atávicas al despiporre. Pero en fin, escribo esto tras regresar a casa en un típico vuelo de vergüenza en nuestra compañía aérea más emblemática, con tres horas de retraso, la cabina hecha una pocilga, sin conseguir que te sirvan un vaso de agua y oyendo cómo la tripulación echa la culpa de todo a los británicos. Así vamos a conseguir que vuelvan. O como nuestro ministro de Exteriores en funciones, amenazando con aprovechar la coyuntura para tomar el Peñón. Todo antes que preguntarse por los motivos profundos de la catástrofe.
JON JUARISTI – ABC – 26/06/16