ABC 10/11/16
LUIS VENTOSO
· Por primera vez los hijos viven peor que sus padres, ahí pesca Trump
ESTADOS Unidos sigue siendo un país extraordinario, el primero, como prueba el que allí se fraguó la última revolución de la humanidad, la de internet. Pero acumula síntomas de que ha iniciado su dulce «declinar y caída», por utilizar la expresión que acuñó en el XVIII el perspicaz Edward Gibbon, cuando diseccionó el ocaso de Roma. Los valores cívicos de EE.UU. se han difuminado –justo por ahí enfermó Roma–, la desigualdad se ha extremado, el sueño americano (nacer en la miseria y morir en la gloria) se ha tornado carísimo. Ya no tienen caja para pagar su gendarmería mundial y China e India limitarán su poder a final de siglo.
Apple, primera compañía del planeta, tiene su sede en Cupertino (California). Pero fabrica su cacharrería en Asia. En 2010, California entró en bancarrota (con otro genio populista: Terminator Schwarzenegger). También quebró Detroit, antaño capital mundial del motor. En EE.UU. se coció la última crisis mundial: hipotecas basura, envueltas por bucaneros de Wall Street en el papel de regalo de los oscuros derivados, incomprensibles hasta para los propios banqueros.
Por primera vez, los hijos vivirán allí peor que sus padres. Tal anomalía provoca un enojo sordo y denso en enormes capas de ciudadanos blancos. No han accedido a las buenas vidas que preveían, las de sus padres, quienes surfearon sobre la imparable ola de prosperidad que siguió a la Segunda Guerra Mundial. Trump pesca en esa frustración con sus promesas de caudillo outsider, demagógicas e hiperbólicas, como todo bálsamo de Fierabrás, pero que han gustado más que la candidata del establishment, razonable, pero continuista y acartonada.
Trump, no se olvide, es un personaje televisivo, cuyo hito anterior fue presentar un concurso. La comunicación informativa ha mudado. La prensa ha perdido jerarquía. Su brújula influye menos, porque ha comenzado una era de comunicación horizontal entre ciudadanos a través de las redes. En Facebook o Twitter no gana el más sensato y documentado, sino el más visceral, elocuente, gracioso o diferente (Trump). Un último factor: ante la incertidumbre de la globalización, el sentimentalismo nacionalista y las quimeras aislacionistas prenden como queroseno. Eso fue el Brexit y eso es Trump, que hasta ha utilizado el mismo cliché de Farage y Boris: «Llega el Día de la Independencia».
Pese a sus rincones oscuros, prefería el centro, Hillary. Pero no me voy a sumar a los que se arrancan los cabellos desolados por la victoria de Trump. Se moderará –ya lo hizo ayer– y operará en una democracia asentada, llena de contrapoderes. Trump es machista, lenguaraz y xenófobo. Cierto. Pero respeta la Constitución de su país, su unidad y sus valores (no quiere volarlo todo, como los pirómanos adanistas del neocomunismo español, que frivolizan hasta con la propia ruptura de España). Me incomoda Trump. Pero secretamente, como cuando me gusta una canción de Raphael o los Bee Gees, siento una punzada de placer culposo al ver como el raro, el «maverick», ha completado la insólita gesta de vencer a todos, desde su propio partido a la conjura universal de unos medios más plañideros y políticamente correctos que con la oreja en la calle y la vida.