ARACELI MANGAS MARTÍN-El Mundo

Recuerda la autora que la competencia de la vigilancia y defensa de las fronteras no corresponde a la UE, que no tiene territorio, sino a cada Estado miembro, que debe regular y controlar la entrada de inmigrantes.

DESDE LOS AÑOS noventa del siglo pasado tuvo lugar un giro histórico en los movimientos migratorios de la Humanidad. Europa, continente de origen de emigraciones durante 500 años, es desde entonces el principal destino de las migraciones del resto del mundo. Este fenómeno de inmigración hacia Europa perdurará decenas de años y casi ni ha comenzado.

Digo bien, la política de inmigración es responsabilidad de los Estados, de España en nuestro caso. Aquí se acostumbra a endosar todas las culpas a la UE. Craso error: el control de la frontera sobre la entrada de extranjeros es competencia exclusiva del Estado miembro, de España.

Políticos y tertulianos hablan de «fronteras» de la UE, en concreto de la frontera sur ubicada en Grecia, Italia o España. La Unión no tiene territorio y por tanto no tiene fronteras ni en consecuencia tratados de fronteras. No es un Estado sino una organización internacional. Lo que establece el Tratado de la UE es un «ámbito espacial» de aplicación de sus normas en el territorio de sus Estados miembros.

Lo que con corrección utilizan los dos Tratados y las principales normas derivadas es la expresión «fronteras exteriores de los Estados miembros de la Unión Europea» (art. 1 del Reglamento 2016/399, «Código de fronteras Schengen»).

Como el proceso de integración se basa en lograr un espacio interno de libre circulación para todos (ciudadanos de la UE y extranjeros), hace que las fronteras «interiores» entre los miembros de la UE estén difuminadas. Hemos relativizado su régimen al haber desaparecido de forma habitual algunas de las actividades tradicionales de control y vigilancia estatales entre los Estados miembros. Ahora bien, ello no significa que las fronteras interiores entre Estados miembros o las fronteras exteriores con terceros Estados hayan desaparecido o no sigan cumpliendo otros cometidos esenciales.

Hay una política de inmigración de la UE hasta donde tiene competencia, muy limitada. Los Estados se han reservado las decisiones esenciales al amparo de una irrenunciable obligación del Estado: garantizar la seguridad nacional –interior y exterior–, así como su integridad territorial, sobre las que el Tratado de la UE repetidamente aclara que es competencia exclusiva y función esencial de cada Estado (art. 4.2 TUE) y no de la UE.

Cada Estado miembro, como cualquier Estado del mundo (democrático o autoritario o dictatorial) conserva su derecho a establecer el número total de inmigrantes (extranjeros nacionales de un tercer Estado) que podrán entrar en su territorio; también es competencia soberana la decisión final sobre la admisión o rechazo del extranjero, cumpla o no las normas de la UE, y la regulación de las estancias de extranjeros de larga duración. Además, la posibilidad de suspensión temporal de la libre circulación en las fronteras interiores permite restablecer los controles (se ha utilizado mucho en estos últimos años). Por tanto, si hay o no una política de inmigración (completa, sistemática) es responsabilidad de cada Estado miembro.

La competencia de la UE es la regulación de los requisitos (documentos de viaje, objeto de la estancia, medios de subsistencia) y condiciones del cruce de fronteras (datos informáticos, etc.), la permanencia –ya sean estancias cortas de menos de 90 días o estancias largas–, así como el sistema común de asilo (más un régimen nacional). También la actuación en caso de entrada irregular para su retorno y la obligación de internamiento cuando hay perspectiva razonable de expulsión y readmisión en el Estado de origen o en el de procedencia. Por ello, es una competencia compartida entre los Estados miembros y la UE. Cumplir estas normas es esencial para mantener el espacio interno sin controles.

Y frente a un lenguaje no inocente hay que aclarar que la migración desde el siglo XX es un fenómeno bien asentado que tiene per se una motivación económica, el legítimo derecho de una persona a vivir mejor; pero no es un derecho subjetivo que tenga que ser satisfecho por el Estado que él elija u otro. Por ello resulta redundante hablar de «inmigración económica» o de hacerles pasar como refugiados para facilitar su entrada haciendo un daño irreparable a las personas que huyen de la persecución, simplemente, para sobrevivir. Vivir mejor, o sobrevivir; no es lo mismo.

Cuestión distinta –que no voy a tratar– es la política de asilo y las afluencias masivas de personas en busca de refugio (crisis siria en 2015-16), para las que el Tratado faculta a las instituciones de la UE para adoptar cuotas y su reparto obligatorio entre los Estados con financiación de la UE. España las incumplió.

España sigue sin proyectar una política de inmigración y se ha limitado el Gobierno de Sánchez al gesto mediático del Aquarius (irreprochable y con buena imagen de España) y a la aceptación diaria de más de medio millar de inmigrantes irregulares. O a apoyar a las ONG que se dedican a parchear cada día aceptando ser las lanzaderas de los traficantes de seres de humanos o a los buques oficiales de Salvamento Marítimo. Está muy bien de cara a rescatar in extremis la vida de seres humanos. Pero es inaceptable que nos contentemos con recoger a los que logran superar la travesía tras haber pasado por la caja de los negreros que les venden a precio de oro los cayucos y, antes, miles de kilómetros por tierra pagando a otros negreros que les conducen a Libia, Marruecos y costas norteafricanas. Si llegan con vida por tierra y no se ahogan en la travesía, tendrán su premio en suelo español, incluso después de vejar y herir con mucha violencia a nuestras fuerzas de seguridad: una carta de expulsión –papel mojado– que les da una identidad y de facto la permanencia en España incumpliendo las normas de Schengen.

Lo que hay que revertir es la forma en que hacen este perverso ingreso en un Estado de la UE. Es inmoral dejar que lleguen de cualquier forma, esclavizados o al precio de su vida. Sé que la inmigración masiva es un problema complejo pero es un fenómeno viejo y positivo si se regula. Que habría que revertir también las causas que la motivan en sus países de origen en África para que sea un opción individual voluntaria y que las políticas de la UE y estatales han fracasado hasta ahora (salvo las del Plan África español en una decena de Estados del occidente africano). Y caben otras, pero exigen controles y una cierta tutorización e implicación voluntaria de los Estados africanos.

PERO TAMBIÉN cabe que el Gobierno de España en vez de asumir el perverso papel de Estado imán y Estado incumplidor del Reglamento Schengen, en vez de aceptar de facto a decenas y decenas de miles de inmigrantes en situación irregular, concretase con transparencia en 100, 200, 300 mil, los que serían admitidos cada año regularmente. Una vez hecho esto, desde su país de origen tramitarían en nuestros consulados y embajadas la admisión como inmigrantes en España.

En los años de gran crecimiento entraban ilegalmente en España más de 400.000 cada año gracias a una cínica e inmoral política gubernamental para favorecer esta apoteosis del trabajo barato y el tráfico ilegal de personas. Hay que acabar con la política de cuatro gobiernos sucesivos de mantener canales estrechos para el mercado legal de trabajo y manga ancha con la inmigración ilegal.

Es prioritario que el Gobierno y las ONG dejen de colaborar –involuntariamente– con los negreros responsables de miles y miles de muertes y sufrimientos indecibles. Y establecer un cupo generoso de admisión controlada y humana. Cabe también optar por criterios de preferencia objetivos como hacen algunos Estados de la UE (Suecia, Dinamarca, Países Bajos; también, al margen de la UE, Noruega y Suiza) restringiendo la inmigración solo a los que puedan acogerse al asilo por sufrir de forma objetiva y probada, aunque sea indiciariamente, persecución.

Empezaríamos a regular y proteger a los más necesitados entre los necesitados.

Araceli Mangas Martín es catedrática de Derecho Internacional Público y RR. II. y Académica de Número de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.