José María Ruiz Soroa-El Correo
La decisión de las autoridades marítimas españolas de no autorizar el despacho de salida a la mar de algunas embarcaciones (‘Open Arms’, ‘Aita Mari’) que, declaradamente, pretenden dedicarse al salvamento de inmigrantes y refugiados en aguas mediterráneas para llevarlos luego a algún puerto europeo seguro, pone de nuevo el foco sobre la especial situación jurídica de estos peculiares ‘náufragos’. En efecto, las mafias organizadas que controlan el tráfico de inmigrantes y refugiados se dedican a embarcarlos en artefactos carentes de las mínimas navegabilidad y seguridad y lanzarlos así al mar, en la seguridad de que algún buque tercero se verá obligado a salvarlos en aguas internacionales por mor de un deber de humanidad y otro de legalidad marítima, y conducirlos así a puerto seguro europeo.
Pues bien, es cierto que el Derecho Marítimo Internacional (ahorramos al lector el detalle de los textos concretos aplicables) impone a cualquier buque privado o público el deber de salvar a cualesquiera personas cuya vida se encuentre en peligro en la mar y de conducirlas a puerto seguro. Y ello con independencia de su condición y de la razón o motivo último por el que se hallan en peligro. Que sean inmigrantes o refugiados embarcados deliberadamente en chatarras flotantes con el propósito de convertirlos en unas pocas millas en náufragos potenciales no modifica para nada la obligación moral y jurídica de salvamento de todos los buques que los encuentren.
Ahora bien, tampoco puede el jurista ignorar que nos encontramos ante un más que evidente caso de fraude de ley (art. 6.4º Código Civil). Es decir, un caso en el que con toda deliberación se ha colocado una concreta situación o negocio bajo el amparo de una determinada ley (la de salvamento) para, a través de ella, burlar la aplicación de la que en puridad corresponde a esa situación o negocio (la de inmigración).
Se trata de conseguir un resultado prohibido por el Derecho Público vigente mediante su circunvención a través de las normas marítimas de ayuda a náufragos, normas que es patente que no están pensadas ni construidas para lo que podemos calificar de ‘náufragos de conveniencia’.
Esta situación fraudulenta, es obvio, no autoriza ni de lejos a omitir la ayuda a los que están en peligro. Nadie podría negarse a salvar a esas personas alegando que ellas, o las mafias que las controlan, han buscado crear la situación de riesgo. No, la vida humana está por encima de su contexto de riesgo.
Ahora bien, lo que no parece fuera de lugar, dada la más que evidente situación de fraude a la ley internacional marítima, es que los Estados afectados adopten medidas para controlar efectivamente una situación que no es jurídicamente normal y correcta sino plenamente ilícita, y para evitar que esa situación siga degenerando y agravándose. Por ejemplo, la de evitar que buques civiles con su bandera nacional y carentes de los requisitos mínimos para dedicarse al salvamento obtengan el despacho de salida para participar en ese tráfico fraudulento. Tal intervención pública no es una extralimitación ni una prevaricación, sino la respuesta adecuada a una situación de fraude de su propia ley que ninguna autoridad puede ignorar.
Los Estados afectados están en su derecho de restringir a sus propios buques públicos de salvamento la participación en unas situaciones que ponen en cuestión la aplicación de sus propias normas, evitando que los particulares, por muy buena intención que les inspire, se introduzcan en una espiral de fraude generalizado.