Ignacio Camacho-ABC
El veredicto europeo es un revés para el Supremo pero no puede amparar un fraude de ley, un uso espurio del Derecho
Ahora el asunto ha desembocado en un monumental lío, un descalzaperros de esos en los que la maquinaria de intoxicación separatista se las pinta para sacar partido. El relato de trazo grueso no deja lugar a matices técnicos ni jurídicos: para el independentismo, sus líderes han sufrido un atropello que la sentencia comunitaria absuelve con efecto retroactivo. Es falso pero eficaz, y con su indiscutible éxito propagandístico en la mano no van a detenerse en casuismos; tienen a su alcance una formidable oportunidad para autoafirmarse en su mito de la represión autoritaria y del castigo político. Sobre todo después de que el Ejecutivo, en su negociación suicida, haya legitimado la tesis del «conflicto».
El problema es de primera magnitud, y no sólo porque los abogados de Junqueras van a perseguir la anulación de la condena y porque Puigdemont ya se vende a sí mismo cruzando la frontera. Es que aunque ambas posibilidades sean remotas, que lo son, esa apariencia de impunidad de los golpistas incrementa la desconfianza o la actitud escéptica de muchos españoles ante la superestructura europea y propicia un peligroso discurso populista sobre la soberanía humillada por injerencias extranjeras. Además, la situación enreda aún más la ya de por sí incierta investidura de un Sánchez que sigue empeñado en que se la facilite Esquerra. Los secesionistas se sienten más fuertes para elevar su listón de exigencias en el caso de que la perspectiva de un adelanto electoral en Cataluña no los levante de la mesa, y encima la inhabilitación de Torra añade tensión victimista a la pugna por la hegemonía interna.
En esas condiciones, el intento del presidente se vuelve aún más irresponsable: ese pacto, de consumarse, va a provocar verdaderas oleadas de indignación en la calle. Las inesperadas -¿o quizá no tanto?- complicaciones judiciales del procés lo convierten en un funámbulo zozobrando en el alambre. Y con las instituciones del Estado sometidas por todas partes a un severísimo desgaste, lo más inquietante es que sea el jefe del Gobierno quien lidere la escalada de disparates.