Ignacio Camacho-ABC

  • La pandemia no deja impacto político. Y Sánchez se permite blasonar de la pobreza sobre la que asienta su clientelismo

Cuarentena mil muertos, tres meses de encierro general, una economía hundida y una cascada de mentiras después, la pandemia no ha dejado en España impacto político. Apenas leves retoques de una foto fija. Sí, sube el PP, baja Vox y los demás experimentan ligeros decrementos o incrementos pero los bloques ideológicos no se mueven más que a través de vasos comunicantes internos. Y no es una encuesta-tarot de Tezanos; el brujo Michavila sabe lo que publica y además coincide con otros estudios de opinión independientes. La realidad sociológica del voto no está en los grupos de Whatsapp o de Facebook, que proyectan un espejismo de afinidades compartidas; está en las muestras segmentadas con métodos estadísticos profesionales. Y aunque de todos

modos da igual porque no va a haber elecciones pronto por mucho que cierta derecha las pida en la calle, esa realidad refleja que el conjunto de los españoles no pasa factura de la catástrofe. Que los ciclos electorales son largos y estables y el actual todavía no acusa un desgaste relevante.

La estrategia de la división, la de las trincheras sectarias, funciona. El país se ha alineado en tres bandos marmóreos -izquierda, derecha y nacionalistas/separatistas- e impermeables. El voto bascula en el interior de cada uno pero hacia afuera apenas registra trasvases, y esa estanqueidad favorece a Sánchez porque cuenta con dos de los tres segmentos para su alianza Frankenstein. Los ciudadanos no están ciegos ni sordos: saben que miente, lo acusan de ocultar o maquillar las cifras de fallecimientos, se ríen de las consignas del estrambótico portavoz Simón, censuran que el Gobierno autorizase el 8-M y lo responsabilizan del caos de los test, las mascarillas y la gestión sanitaria. Todo eso está también en los sondeos. Pero no es suficiente para que cambien de decisión electoral porque la mayoría decide por criterios de identidad autodefinida. El gran éxito del poder consiste en haber logrado atribuirse el marbete imbatible de progresista y fabricar con él un anticuerpo de inmunidad política. Aunque el precio sea envolver a la nación en una atmósfera tóxica de enfrentamiento cainita.

El resto lo hace el clientelismo. Ayer presumió en la tele de que casi la mitad de la población se ha interesado por el ingreso mínimo. Un presidente que blasona de la pobreza de su país se descalifica sin paliativos pero él se siente blindado por el halo benéfico del proteccionismo. Aquel socialdemócrata de libro que fue Olof Palme solía decir que su misión era acabar con los pobres de Suecia, no con los ricos. Aquí, el Gobierno redentor promete freír a los creadores de prosperidad en la sartén del Fisco. La nueva normalidad: economía subvencionada, veladores para el turismo, impuestos a todo lo que se mueva y empleo cautivo.

Rara España, donde el progreso consiste en quedarse quieto. Aunque sea sobre una pila de muertos.