Editorial-El Español

Este miércoles quedará registrado en la historia negra de España un hecho inaudito: por primera vez, un fiscal general del Estado se sentará en el banquillo de los acusados.

La Sala de Apelación del Tribunal Supremo ha acordado rechazar el recurso que el fiscal general interpuso contra la decisión del instructor de imputarle formalmente por revelación de secretos, y que era la última posibilidad que tenía Álvaro García Ortiz de evitar el juicio oral.

Este periódico ha venido defendiendo que García Ortiz debió dimitir hace mucho, desde el momento en el que fue imputado. Pero ahora con más motivo.

Naturalmente, García Ortiz sigue siendo acreedor de la presunción de inocencia hasta que sea declarado culpable.

Pero, si en el derecho rige el principio de in dubio pro reo, puede decirse que en el ámbito político prevalece el principio in dubio pro cive.

Es decir, que un cargo público inmerso en un procedimiento judicial que lamina su credibilidad debe velar antes por la buena imagen, a ojos de los ciudadanos, de la magistratura que tiene encomendada.

Por eso, con independencia de que acabe siendo absuelto, Álvaro García Ortiz debe dimitir. Y ello sin entrar a valorar si los indicios apuntan antes a su inocencia o a su culpabilidad.

Porque el hecho de que sea declarado inocente o culpable concernirá en todo caso a su continuidad en el cargo y a su propio honor. Pero a efectos de la institución que dirige, el efecto es el mismo. El daño ya está hecho.

Y es preceptivo evitar un mayor quebranto. El juicio no se abrirá formalmente hasta después de la ceremonia de inauguración del nuevo curso judicial en septiembre. Lo aberrante que se antoja en este contexto la imagen de García Ortiz pronunciando un discurso en ese acto junto al Rey exige que no empiece el nuevo curso como fiscal.

En democracia las formas son fundamentales. Y que todo un fiscal general del Estado vaya a ser juzgado mientras sigue detentando este cargo implica un desprestigio institucional inaceptable.

Y no por una cuestión meramente estética. La apertura de juicio oral a García Ortiz compromete inevitablemente la credibilidad del Ministerio Público con relación al caso.

Porque ¿cómo va a actuar imparcialmente la Fiscalía en este procedimiento, como representante del interés público, cuando es su jefe el que estará sentado en el banquillo?

Tal es la situación disparatada a la que ha conducido la obstinación en aferrarse al puesto de García Ortiz: el máximo encargado de promover la acción de la Justicia en España es un presunto delincuente que, en el caso de resultar culpable, no tendría interés en que se hiciera justicia.

No se puede olvidar que el cargo de fiscal general del Estado es un puesto de designación política, como se ha encargado de recalcar el propio Pedro Sánchez. Y de ahí que quepa exigirle responsabilidades en el ámbito estrictamente político.

Con su apego al cargo, García Ortiz demuestra que le importa poco el prestigio de la institución que representa. Porque es indiscutible que, si antepusiese el interés general y el del Ministerio Público al suyo personal, dimitiría.

Y, en el caso de salir absuelto, ya se encargaría después de limpiar su nombre.

Pero dado que el caso de García Ortiz ha probado la falta de mecanismos para remover a quien carece del sentido de Estado necesario para echarse a un lado por iniciativa propia, habrá de reformarse el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. De forma que la apertura de juicio oral contra el fiscal general implique automáticamente que quede suspendido de sus funciones provisionalmente, y que sea repuesto si es exculpado.

En cualquier caso, García Ortiz ya encarna una singularidad europea, al convertirse en el primer fiscal general de la Unión Europea en ser procesado mientras es titular del puesto. Una excepción ibérica que debería abochornar al Gobierno y moverle a dejar de respaldar de forma insostenible a García Ortiz, como ha vuelto a hacer este martes Pedro Sánchez.

Porque aunque resulte inocente, se habrá sentado un precedente según el cual ya será legítimo ejercer bajo sospecha cualquier alta magistratura del Estado.

Ante esta devaluación de los estándares de la integridad y de la apariencia de integridad pública, ¿por qué motivo iba a sentirse obligado a dimitir alguien como Pedro Sánchez?