Miquel Escudero-El Imparcial
No es preciso demostrar que alguien con talento en la actividad que desarrolle pueda, a la vez, manifestarse racista u homófobo, misógino o clasista (distintas modulaciones de desprecio a otros seres que, a menudo, van superpuestas). En determinadas circunstancias, la inteligencia enseña a aprovechar lo mejor que un canalla sepa hacer y, por supuesto, no negar nunca el talento que pueda tener.
Sin embargo, esto no resulta obvio en ciertos ámbitos. La Asociación de Bibliotecas de los Estados Unidos tiene Oficinas para la libertad intelectual (Office for Intellectual Freedom), y cada mes de abril publican un informe sobre los libros prohibidos o impugnados el año anterior; un número que va a galope. En 2021, este índice de libros alcanzó 1.600 títulos. Leo a la periodista italiana Constanza Rizzacasa d’Orsogna, autora del libro La cultura de la cancelación en Estados Unidos (Alianza), que tal censura se desglosó de este modo: el 50 por ciento lo fue a propuesta de padres, el 20 por ciento a financiadores, el 11 por ciento a administraciones escolares, el 9 por ciento a grupos políticos o religiosos, el 5 por ciento a docentes o bibliotecarios, el 4 por ciento a funcionarios electos… y el 1 por ciento a alumnos.
Detrás de todo este movimiento hay un intenso y demencial apego a lo literal, y un rotundo desprecio por los contextos. Se ha hablado del tribalismo de la vigilancia, posición desde la que se invita a denunciar por correo electrónico, o mediante mensajes de cualquier tipo, todo aquello que les resulte desagradable y, por ello, ofensivo. Es el acogimiento automático de cualquier lamento. Se renuncia a dialogar o debatir, y se escoge la acción directa.
De forma rimbombante, se le llama cultura de la consecuencia porque los ‘malhechores’ se ven obligados a responder de sus actos y a padecer represalias expedidas por una máquina del fango. (También de forma altisonante se habla de la cultura de la cancelación. Cancelación es la acción y efecto de cancelar. Y cancelar es, en cambio, anular una cita o una cuenta bancaria, abolir o derogar algo. Por otro lado, cancela es una verja que se pone en algunas casas para evitar el libre acceso al portal.) De este modo, cualquier bobada que alguien haga, o haya llegado a hacer tiempo atrás -no importa con qué edad-, le pasará factura a perpetuidad, sin caducidad; a otros, en cambio, les sale a cuenta este recurso a la denuncia: la bobada, por antigua que fuera, se convierte en ‘ofensa’ imperdonable y genera un castigo sin paliativos. La lección es una severa advertencia: ‘No te salgas de los raíles establecidos por el nuevo puritanismo, que lo pagarás bien caro’.
Los contenidos ofensivos varían con la ideología, puede ser por hacer burla de los colectivos LGTBIQA+ (no todo el mundo sabe que son las iniciales de Lesbiana, Gay, Trans, Bisexual, Intersexual, Queer, Asexual y + para los que no se sientan incluidos en los términos anteriores), pero también por hacer su apología.
Se ha dictaminado que nadie debe soportar nada que contraríe los valores de una comunidad determinada. Con una vida social polarizada en extremo, todo puede calificarse de obsceno o blasfemo, incluso un beso gozoso y consentido que se dé una pareja por la calle, y merecer por ello un correctivo. El recurrir a estereotipos puede complicar la vida más allá de evidenciar una rotunda tontería. Algunos insisten en destacar el racismo que se da contra los blancos, y otros arremeten contra la figura de un ‘salvador blanco’ (como es el caso de Atticus Finch, protagonista del libro Matar a un ruiseñor, de Harper Lee). También hay quienes se afanan por evitar la enseñanza del latín y del griego, igual que el estudio de sus clásicos, por estar ligados al colonialismo y al supremacismo blanco. El asunto es prohibir, empobrecer y que no puedan aparecer voces propias.
Hace unos diez años, se disparó en universidades de los Estados Unidos una explosión de episodios de censura, siempre agria. Dice Rizzacasa d’Orsogna que hablar de la absoluta buena fe en la censura universitaria “no se sostiene ni se confronta con los hechos”, por más que se alegue que es un intento de frenar el racismo estructural y los acosos sexuales. Es mentira. Un sistema político donde se expanda este modo de proceder, afirma, se desbarata con el odio y está destinado a colapsar. ¿Cómo se puede salir de tal dinámica? ¿Qué decir, por ejemplo, de que se censure a Dostoyevski por el solo hecho de ser ruso y porque el país que gobierna Putin haya invadido Ucrania el año pasado?
¿Cómo se puede aprender a pensar por sí mismo desconfiando del valor de la ciencia? Leo en las páginas citadas que, en 2021, el 65 por ciento de los votantes demócratas declaraba tener una gran confianza en la ciencia; mientras que este porcentaje se reducía al 30 por ciento entre los republicanos. ¡Cuánto trabajo por hacer!