Santos Juliá-El País

La consolidación de las democracias tras 1945 transformó radicalmente la figura del afiliado a un partido político

Hubo un tiempo en el que la pertenencia a un partido político se vivía como una religión. El partido aparecía como una especie de entidad sagrada que exigía una entrega total, hasta el sacrificio de la vida. Quizá el paradigma de esta experiencia se alcanzó en los años de entreguerras, cuando Nación, Pueblo, Raza, Clase, Partido se rodearon de un aura de sacralidad, convertidos en objetos de fe en torno a los que se construyeron creencias y mitos que suscitaban un sentimiento de comunión plena, colectivamente manifestada en liturgias celebradas en espacios abiertos en torno a líderes intocables, continuadores de una tradición poblada de héroes y mártires.

Militantes en esos partidos eran aquellos “hombres magníficos, combatientes valerosos” evocados por Santiago Carrillo en 1948, que incrustados entre las grandes masas las convertían en comunistas conscientes. O bien aquellos que, como Pedro Laín en 1940, desde «su voluntario y fervoroso ingreso en Falange» profesaban «de modo formal una vida militante” caracterizada por la obediencia, la prontitud, el desvelo, la sobriedad, la distinción y la hermandad. Incrustarse en la masa o situarse como guías del pueblo para que aprendiera a andar la historia con aire y destino de milicia, que decía Ridruejo: eso era el militante.

La consolidación de las democracias al término de la segunda gran guerra transformó radicalmente esta figura en la del afiliado a los partidos que se hicieron cargo de los Estados en las devastadas regiones de Europa, demócrata cristianos y socialdemócratas especialmente. No eran ya vanguardias destinadas a conducir al pueblo o a la masa al asalto del cielo o a la revolución pendiente. Eran tan solo afiliados que pretendían convertirse en representantes de la sociedad con objeto de contribuir a hacer de su mundo un lugar habitable. Fueron 30 años, después llamados gloriosos, de partidos funcionando, a derecha e izquierda, como representantes de la sociedad al tiempo que como gestores del Estado.

Incentivados por lo fácil que resultó transformar la representación en beneficio personal o del partido, la segunda función acabó por merendarse a la primera. No nos representan, proclamaron voces airadas desde las plazas del ancho mundo en torno a 2011. “El mundo de la democracia representativa se está acabando […]. Los partidos políticos te despersonalizan, son una gran trampa”, sentenció Manuela Carmena en 2016. Nunca seremos un partido, había prometido dos años antes Pablo Iglesias. Así se presentó la nueva política, la política del “cuidar” que no es gestionar, del empoderamiento que no es militancia. Fuera gestores, fuera militantes. En su lugar, plataformas o, “por imperativo legal”, un partido transversal en el que afiliado/a sea sinónimo de inscrito/a. “¿Hace falta pagar cuota para ser afiliado al partido?”, pregunta hoy la página web de Podemos. No, porque en este partido “no tenemos afiliados, sino inscritos”. No hay afiliados en Podemos, a pesar de lo que dicen sus estatutos, a los que la voz militante no se asoma ni una vez: hay inscritos/as, condición que se alcanza con cliquear al menos una vez en la vida.

¿Qué significa todo esto? Desde luego, que los partidos ya no son lo que eran, afortunadamente. Y además, que los partidos acabarán por desaparecer si la vía abierta por Podemos y otras plataformas se ensancha hasta el punto de que todo el mundo entre por ella. Si a un socialdemócrata alemán de 1890 o a un comunista italiano de 1946 se le preguntara si se podía pertenecer a su partido sin necesidad de salir de casa, la respuesta sería que usted es un marciano. Muy pronto, marciano será quien pregunte si para pertenecer a un partido hay que estar al corriente en el pago de la cuota, asistir a las reuniones de la célula, participar de viva voz en un debate sobre tal o cual asunto o línea política. No, nada de eso: con los partidos formados por inscritos/as, el futuro dependerá, como lo veía Carmena, de las “personalidades individuales de los colectivos”.

Liquidada, pues, aquella trinidad formada por vanguardias, militantes y masas, en crisis letal el afiliado que representa a la sociedad, lo que anuncian los nuevos tiempos es la multiplicación de inscritos/as en colectivos o plataformas en las que son fuertes las personalidades individuales. ¿O quizá no estamos ya en ese mundo feliz en el que vanguardia, militancia y masa han hecho mutis para dejar toda la escena a personalidades, inscritos/as y gente?