ARCADI ESPADA-EL MUNDO

LOS Presupuestos afrontan en cualquier país de Europa una negociación trascendental, que es la de Bruselas. No creo que las cuentas del Gobierno y de sus aliados sufran correcciones importantes en caso de llegar a los despachos europeos. Unos presupuestos que PNV y el partido Podemos se muestran proclives a aprobar informa tanto de la inexistencia de políticas económicas alternativas como garantiza el asentimiento comunitario. Las dificultades vendrán de una negociación que no es estrictamente presupuestaria y que el portavoz de Esquerra Republicana ha planteado con su rudeza habitual: «No negociaremos los presupuestos si el Gobierno no insta a la Fiscalía a retirar las acusaciones por el 1-O». Acostumbrados al vertiginoso declive del sentido estas declaraciones no han provocado mayores réplicas. Pero su nivel de obscenidad rebasa cualquier precedente.

Ciertamente la exigencia de Tardà se fundamenta en la obscenidad fundacional de que Pedro Sánchez sea presidente. Pero aún así su exhibición desacomplejada supera la justificación originaria. Y es que el golpismo nacionalista no pactó con Sánchez para tenerlo cogido por lo blando, sino para mostrar por donde lo tenía cogido. La más flagrante deslegitimación de los trabajos de la Justicia española en torno a los encarcelados fue el pacto del socialismo con los independentistas. Con razón absoluta se preguntaría un juez alemán –o belga, o inglés, o suizo– qué suerte de golpe de Estado fue este que ha cuajado en un Gobierno del Estado sostenido por golpistas.

La exigencia de Tardà se escribe en esta continuidad. Como las acusaciones son políticas, su decaimiento debe ser obra de la política. Sánchez aceptó los votos golpistas porque en realidad no creía que lo fueran. Y si no creía que lo fueran, su obligación es liberar a los encausados de sus cargos. Lo principal de este razonamiento no es que describa el concepto que Tardà tiene de la democracia. Tardà, como cualquier otro protagonista del Proceso, ha dado innumerables ejemplos de su capacidad para pisotearla. Sus palabras no están destinadas a fijar un bronco y conocido semblante totalitario, sino a reforzar la especie de que España es una democracia fallida, en la que pueden circular hipótesis insultantes como esta de que la aprobación de unos Presupuestos quede sujeta a la suplantación del Poder Judicial por el Ejecutivo.

Pero el drama, naturalmente, es que a Tardà puede fallarle la decencia pero no la lógica.