Carlos Martínez Gorriarán-Vozpópuli

La verdadera diferencia entre países que funcionan y fracasan descansa en la calidad de sus instituciones. Es la tesis de un libro famoso de Daren Acemoglu y James A. Robinson titulado, precisamente, Por qué fracasan los países. Mientras unos consiguen crear y hacer funcionar instituciones eficientes y profesionales, gestionadas racionalmente y centradas en sus fines, otros fracasan en el empeño por una razón u otra: analizar las causas de aciertos y fracasos es, por cierto, una investigación apasionante y llena de sorpresas.

La fe en las constituciones y las leyes se revela a menudo ilusoria cuando tales leyes tienen poco que ver con la realidad social y cultural del país, son incoherentes y contradictorias o derivan plácidamente al estado de papel mojado. Resulta que las instituciones son más relevantes. Así, un buen sistema educativo, funcional y eficaz, es mucho más determinante para el desarrollo y bienestar de un país que leyes educativas llenas de sublimes proclamas y elevados principios; no digamos ya si dichas leyes rebosan arbitrariedad, intervencionismo ideológico y confusión burocrática como es nuestro caso, con logros como el aumento de agresiones sexuales entre los más jóvenes en pleno imperio de la educación de género y nuevas masculinidades.

Copiar sistemas y reglas que funcionan en un país, como los checks and balances anglosajones, no sirve de mucho si no se cuenta con las personas adecuadas, la exigencia social de juego limpio y la voluntad política de observarlo

Una gran historia de evolución divergente a causa de la distinta calidad de las instituciones es el de la revolución liberal en los actuales Estados Unidos y en las repúblicas hispanoamericanas (o en Francia y Haití, revoluciones que siguieron los mismos principios y divergieron sin cesar). Copiar sistemas y reglas que funcionan en un país, como los checks and balances anglosajones, no sirve de mucho si no se cuenta con las personas adecuadas, la exigencia social de juego limpio y la voluntad política de observarlo.

Bolívar intentó importar a su Gran Colombia ideas liberales de Bentham, Madison y Constant adaptadas a Gran Bretaña, Estados Unidos y Francia, pero fracasó amargamente: las instituciones criollas caían invariablemente en manos de golpistas, caciques y saqueadores; las sociedades, dividas en castas y razas, eran incapaces de impedirlo. No tiene nada que ver con falaces diferencias raciales o caracteres nacionales, porque la modernización de China fracasó durante el fin del Imperio y muchos años más, mientras tuvo un asombroso éxito en el vecino y no tan distinto imperio del Japón. El secreto está en la calidad de las instituciones, que descansa en la calidad moral y profesional de las personas que las llevan.

Si esto se sabe desde hace mucho tiempo, nunca había sido tan fácil comprobarlo como ahora, comparando la marcha de países que, partiendo de condiciones similares, disfrutan de prosperidad y libertad política –que al final siempre van de la mano- o sufren pobreza y despotismo. El ejemplo más evidente es la divergencia de la dos Coreas tras la guerra de 1953, pero hay muchos más: México (Nueva España) y los Estados Unidos después de 1820, o Europa Occidental y el Imperio Otomano tras 1500. También se puede aplicar al mismo país en dos momentos de su historia, y ahí encontramos a la Argentina de 1900 y la actual, o la Cuba de 1959 y la presente. Pero también la España de 1978 y la de 2023.

España y sus instituciones fallidas

Llevamos demasiados años viviendo como cosa normal el fallo institucional y el fraude sistemático, y esta es la causa de nuestra crisis política

Nuestro actual desastre político, con todo el país dependiendo de que los cálculos de un golpista lunático, Puigdemont, satisfagan la ambición ilimitada de Pedro Sánchez y Yolanda Díaz, es incomprensible si eludimos el lamentable estado de las instituciones, públicas y privadas. Sánchez no ha descendido de uno de los cohetes del metaverso de Yolanda Díaz, ni es un producto inesperado de la mala suerte, sino de la selección negativas de liderazgos. Llevamos demasiados años viviendo como cosa normal el fallo institucional y el fraude sistemático, y esta es la causa de nuestra crisis política.

El fraude por defecto afecta desde los grandes premios literarios privados al funcionamiento de los organismos públicos. La semana pasada, el hijo de la mano derecha del infalible Tezanos obtuvo una plaza en el CIS con un concurso de méritos a medida; no hace mucho, la nuera del mismo sujeto ganó una lotería académica parecida; sin duda, una familia afortunada. Y afecta desde hace muchos años a los concursos para dotar plazas universitarias porque la universidad pública ha caído bajo la alianza de endogamia y caciquismo departamental, poder sindical y clientelismo profesional. La lista de fraudes daría para docenas de columnas como esta.

La causa de tan extendida degeneración está en la estrategia de control de la clase política, y especialmente de la izquierda reaccionaria y sus socios nacionalistas

En resumen, buena parte del sistema institucional ha sido colonizado por intereses espurios ajenos a los proclamados, especialmente en la cúspide. El ejemplo más inquietante es la conversión del Tribunal Constitucional en otra agencia gubernamental más, como la Fiscalía, unida a la constante erosión de funciones y autonomía del Consejo General del Poder Judicial, de la Agencia Tributaria y de las mil y una instituciones ocupadas, pervertidas y vaciadas de funciones. La causa de tan extendida degeneración está en la estrategia de control de la clase política, y especialmente de la izquierda reaccionaria y sus socios nacionalistas, que con Sánchez decidieron abandonar el disimulo (la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud, y no siempre es buena su desaparición) para lanzar una ofensiva de exclusión de cualquier persona o corriente ajena a sus fines partidistas; se hizo hace lustros en las instituciones catalanas y vascas, verdaderos laboratorios de esta estrategia.

Del pacto de estado al reparto del estado

El problema empezó con el reparto de las instituciones y poderes del estado, en especial del judicial y de los organismos supervisores, pero también de grupos de comunicación y empresariales, entre los dos partidos grandes y sus inevitables socios nacionalistas; este arreglo pronto redujo a beneficio de inventario las exigencias constitucionales de independencia y neutralidad institucional. La conversión de los pactos de estado en repartos del estado renovó el caciquismo de la Restauración, cuando sobre el papel España tenía un sistema parlamentario liberal, pero en realidad padecía un gobierno de partidos turnantes con fraude electoral sistemático. Hoy no hay urnas trucadas, pero sí nombramientos, concursos y controles fraudulentos o fallidos.

El saneamiento de las instituciones y el fin de la colonización partidista con selección negativa de gestores es una urgencia de vida o muerte

Además, el reparto de las instituciones instauró un proceso de selección negativa que elegía para los cargos a los menos capaces, pero más sumisos, o a los menos honrados (cualidades compatibles, dicho sea de paso). En fin, el saneamiento de las instituciones y el fin de la colonización partidista con selección negativa de gestores es una urgencia de vida o muerte. Sería muy oportuno y necesario que el PP, corresponsable de este proceso degenerativo, explicara qué piensa hacer al respecto, o si solo se apresta a una nueva edición de la serie del pacto al reparto.