MANUEL ARIAS MALDONADO-EL MUNDO

Sería necesario, opina el autor, que el PSOE aprendiese de los errores cometidos en la legislatura pasada y propiciase un acercamiento con Ciudadanos, sin que eso obligue a formar una coalición fija de gobierno.

Y AHORA, ¿QUÉ? Aunque la pregunta quedará sin respuesta hasta que se celebren las elecciones municipales, autonómicas y europeas de finales de mayo, tarde o temprano habrá de ser respondida a partir del reparto de escaños recién salido de las urnas. Tal es la naturaleza de la democracia representativa: la continuidad administrativa del aparato estatal convive con la periódica renovación del consentimiento popular, que pone a cero el reloj del tiempo político otorgando a quien gobierna un capital que no es fácil conservar. En otra época, cuando eso que los alemanes llaman Volkspartei–partidos populares de masas– obtenían amplias mayorías parlamentarias, bastaba con ponerse a gobernar en solitario o con un socio de coalición más o menos estable. Ahora, la fragmentación parlamentaria nos devuelve al interior de un laberinto en el que nos movemos desde las elecciones generales de 2015. Que no sería bueno seguir igual, salta a la vista. Pero nadie sabe bien cómo evitarlo: la parálisis vetocrática amenaza con prolongarse bajo nuevas formas.

Un primer obstáculo para la estabilidad legislativa es, evidentemente, la propia composición del parlamento. Aunque el PSOE destaca sobre los demás con sus lujosos 123 diputados, son apenas unos pocos más de los que obligaron a dimitir en su momento a Alfredo Pérez Rubalcaba: Sánchez necesita el menguado apoyo de Unidas Podemos y cuando menos la abstención de algunos de sus rivales. Por su parte, el PP ha perdido mucho músculo en beneficio de Ciudadanos (ahora líder natural de la oposición) y Vox (cuyo estilo político exige hacer ruido más que sentarse a negociar). Sin embargo, el juego de las mayorías en la cámara de representación nacional sigue estando condicionado por partidos que representan sensibilidades subnacionales. Y lo hacen en un momento de agitación soberanista: ERC ha subido sin dañar a JxCat tanto como se esperaba, mientras el País Vasco envía seis diputados del PNV y cuatro de Bildu mas ninguno del PP o Cs. Finalmente, el momento constitucional insinuado por la España de los balcones se ha quedado en nada.

Así las cosas, seguimos donde estábamos. Nuestra democracia sigue precisando de algún tipo de acuerdo que asegure los contrafuertes constitucionales, única premisa posible para cualquier reorganización –la llamemos federal o no– del régimen autonómico. Pero todos los intentos por promover coaliciones o acuerdos de esa índole en los últimos años han conducido al fracaso: ni los que pedíamos una Gran Coalición en 2015, ni los que anhelaban el acuerdo entre PSOE y Cs en 2016 han hecho otra cosa que pinchar en hueso. Y parece que correrán la misma suerte quienes ahora piden un acuerdo entre Sánchez y Rivera. Diría que las razones para este persistente fracaso son las siguientes.

Ante todo, está la lucha por el poder. Si hemos aprendido algo este lustro es que líderes y partidos piensan antes que nada en su propio éxito; a éste se subordinan ideas, personas o estrategias. Así lo demostró el Pedro Sánchez que rompió el bloque constitucional para auparse al poder con la moción de censura y el PNV que dio la puñalada a Rajoy semanas después de apretarle la mano. Pero también Pablo Casado cuando un día aplaude a Vox y al siguiente lo repudia, el Rivera que vira a la derecha o el Pablo Iglesias que baja la voz mientras lee artículos constitucionales. ¿Pactos de Estado? Sánchez ordenó que el PSOE se levantara de las conversaciones para el pacto educativo, igual que ahora Rivera explotará la debilidad del PP y en su momento los populares votaron contra las medidas de Zapatero exigidas por Bruselas ante el riesgo de bancarrota. Para un partido, pues, el poder lo es todo; sin el poder no es nada. Y esto no va a cambiar.

En segundo lugar, los partidos –como los españoles– discrepan sobre lo que hay que hacer. A menudo, las ideas vienen condicionadas por las estrategias electorales: sería preocupante que la vicepresidenta creyese de verdad que la constitución no reconoce la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, pero ella lo dice con la misma desenvoltura con que Casado y Rivera proponían un 155 inmediato y permamente para Cataluña en caso de victoria electoral. Hay también desacuerdos genuinos, que dificultan el acuerdo entre los partidos y agitan su interior: el PSC no cuestiona la inmersión lingüística pese a que hay miembros del PSC que la saben injusta, así como dentro del PP o de Cs conviven distintas sensibilidades ideológicas. Sobre todo, los partidos discrepan en su concepción del modelo territorial: una vez pasado el riesgo existencial creado con la DUI, los defensores de la «nación de naciones» no podían seguir al lado de quienes apuestan por reconocer la pluralidad interior a las comunidades históricas o ponen la ciudadanía común por delante de las esencias románticas. A su vez, estas diferencias resultan magnificadas en el marco de una campaña electoral permanente que, redes sociales mediante, ha incorporado a los propios ciudadanos como protagonistas activos. Y no es un factor menor.

Esto último nos lleva a la tercera de las razones para el desencuentro de las élites políticas, a saber: la cultura política española. Nuestros partidos han enseñado a sus votantes, predispuestos ya a ello por elementales causas psicobiológicas, a demonizar al rival. Por si el recurso fácil de la Guerra Civil y del franquismo no bastara, a él hay que sumarle el resultado de las políticas de nacionalización ejecutadas por los gobiernos nacionalistas: a unos se les odia por fachas y a otros por españoles, aunque nada más económico que ver al español como facha por el hecho de serlo. De ahí que la abstención socialista para que gobernase el pragmático Rajoy abriese en canal al PSOE y a su militancia, propiciando una fuga de votantes hacia Podemos que solo el regreso de Sánchez a las esencias frentistas logra revertir. Regreso a la entrada del laberinto: primero el poder, luego lo demás.

Semejante dinámica solo se rompe allí donde la presión exterior es invencible y los partidos se ven literalmente obligados a hacer aquello que de otro modo no harían. Ahí tenemos la reforma exprés del artículo 135 de la Constitución o el acuerdo para la intervención de la autonomía catalana: fugaces psicofonías del pactismo de la transición. Es por eso deprimente que la gravísima crisis catalana no haya sido aprovechada por nuestros líderes para alcanzar un acuerdo de mínimos: uno que permita a medio plazo racionalizar el Estado de las Autonomías, depurándolo de excesos identitarios sin por ello revertir el saludable reconocimiento de nuestra diversidad interior. Algo que, se diga lo que se diga, el texto constitucional del 78 llevó ejemplarmente a cabo. Y las causas de esa onerosa omisión están en los tres párrafos anteriores.

¿SE ABRE, pasadas las elecciones generales y terminada la excepcionalidad del gobierno de 84 diputados, un panorama distinto? Todo indica que no es el caso. Pero otra lección de estos años es que la prospectiva constituye un entretenimiento inútil: la vida política está llena de sorpresas y una de ellas podría ser, contra toda lógica, una mayor serenidad pactista. Se da para ello una condición insoslayable: en principio, tardaremos en volver a votar. En el plano de los célebres incentivos, hay un resquicio: ahora Sánchez tiene que gobernar y a Ciudadanos no le vendría mal exhibir hechuras de partido de gobierno. Se entendieron una vez y podrían volver a hacerlo, sin necesidad de coalición alguna; o sea, manteniendo vivo un antagonismo dialéctico que a ambos conviene. La dificultad es patente y requiere por ambas partes de rectificaciones escandalosas. Pero está comprobado que el afán de poder es más fuerte que la coherencia programática o el pudor enunciativo: nuestros líderes cambian de discurso como sus votantes de calcetines. Ya que del laberinto no nos saca la virtud, en fin, echemos mano del cinismo.

Manuel Arias Maldonado es profesor titular de Ciencia Política en la Universidad de Málaga. Su último libro es (Fe)Male Gaze. El contrato sexual en el siglo XXI (Anagrama).