José María Ruiz Soroa-El Correo
- Hablar de inmigración seriamente, aquí y ahora, es hablar de situaciones reales de necesidad y de las políticas públicas precisas para atenderlas y superarlas
El nacionalismo vasco ha experimentado un proceso de rutinización y desencantamiento que le hace remitirse cada vez más a valores funcionales y bienestaristas en lugar de los románticos y agónicos de no hace mucho, máxime cuando se siente tranquilo como una ideología naturalizada en su núcleo por la sociedad vasca en su conjunto: la sensación de dos comunidades diferentes ha desaparecido, decía Aitor Esteban hace días.
En esta tesitura tranquila por hegemónica, el nacionalismo se encuentra ante la realidad de una inmigración distinta a la que tradicionalmente había considerado como su adversario, la española de origen, una inmigración extracomunitaria que no puede rechazar desde sus parámetros mentales cristianos o progresistas pero que, aun así, percibe como una posible amenaza a la identidad nacional. Y esto le sucede a todo el nacionalismo vasco, la única diferencia entre facciones sería, siempre según Esteban, que unos consideran que la llegada de inmigrantes «pone automáticamente en riesgo la identidad de nuestro Pueblo» (que serán los de Bildu) y otros consideran que tal riesgo no es automático (sería el PNV), sino que depende de ciertos condicionantes. Todos ven la inmigración como amenaza para el Pueblo, solo que para unos es amenaza automáticamente y para otros lo es condicionadamente.
¿De qué condición hablamos? El discurso lo señala con claridad: es precisa la «integración de los inmigrantes en nuestra forma de vida, nuestros valores y nuestro idioma», en el bien entendido que lo está diciendo un nacionalista vasco por lo que el posesivo ‘nuestro’ remite a sus propios valores. En una perspectiva comparatista de posiciones ante el fenómeno migratorio, se trata de una postura que remite más a una política de asimilación pura y dura que a una de integración, por mucho que use este término. Porque no hace referencia a derechos y deberes sino a valores, al sentimiento más que a la estructura legal. Con la particularidad adicional de que los valores identitarios en los que debe integrarse el inmigrante no son los de toda la sociedad receptora, sino los de la parte ideológicamente dominante en ella, pero sociológicamente cada vez más difusa.
Pero donde el carácter asimilacionista de la propuesta se manifiesta más nítidamente es cuando se precisa quién debe ser el actor de la supuesta «integración» que exige. En efecto, la integración se basa en la «voluntad de los llegados de saber que están en una sociedad diferente», que están en una sociedad que «no quiere guetos». Es el inmigrante quien debe esforzarse voluntariamente para integrarse en esos valores y ese idioma y debe evitar formar guetos: pues «así como nosotros los acogemos, ellos deben acogernos», aunque ellos deben cambiar para que nosotros no cambiemos, hay una asimetría.
Incluso para una sensibilidad roma ante la realidad de la inmigración actual resulta chirriante la idea de que serían los inmigrantes los que eligen formar guetos porque no quieren integrarse en valores identitarios concretos, y no es por el contrario la realidad económica y social en que se ven inmersos la responsable de los procesos de guetización o similares. Echando la vista atrás, los ‘cinturones rojos’ de otra época de los que también habla con desdén el PNV, ¿se formaron por voluntad de los inmigrantes? ¿O se les impusieron? ¿Es compatible un conocimiento medio de los problemas reales de las personas inmigrantes con la sugerencia de que quien no se integra es porque no quiere? ¿De verdad pensamos que lo importante para ellos es su actitud positiva ante los valores identitarios vascos y no el salir adelante en una situación muy difícil? ¿Anteponer la visión culturalista a la realista?
Hablar de inmigración seriamente, aquí y ahora, es no hablar tanto de cómo llegan (donde se centra el debate político) sino de cómo están, de situaciones reales de necesidad muy concretas y de las políticas públicas precisas para atenderlas y superarlas, sin preocuparse tanto por preservar la del Pueblo. Es hablar con la voz del inmigrante que tiene necesidades y no con la del supuesto Pueblo siempre idéntico a sí mismo que los acoge, pero con cuidado. Es hablar en unos términos distintos de esos que empiezan diciendo que «nuestros antepasados del siglo XIX y XX se enfrentaron ya a serios problemas por la inmigración» cuando la mayoría de nosotros somos descendientes de aquellos inmigrantes y no de esos antepasados. Es dejar de hablar de Pueblo y hablar solo de sociedad, de derechos básicos y no de abstrusos deberes integratorios
Y también, para empezar, es tiempo de plantearse preguntas básicas que se dan por respondidas en nuestro entorno con una increíble tranquilidad: ¿Es un deber integrarse culturalmente? ¿Hasta qué punto? ¿El modelo chino de integración limitada a lo cívico no nos dice nada? ¿Es lo mismo asimilación que integración? ¿No va a ser la futura una inmigración cada vez más conectada con su origen? ¿La conceptualización de ‘pueblos’ culturalmente homogéneos que habría que preservar se compadece hoy con la realidad? ¿Trata la buena política del ser o del estar?