JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • Estamos no solo al final de un ciclo sino al comienzo de una nueva civilización. El desapego de miles y miles de jóvenes hacia la política vigente es consecuencia de la falta de empatía del poder con el sentir de la calle. Necesitamos por eso más que nunca la voz de la disidencia cívica

La socialdemocracia española, o lo que quede de ella, debería preguntarse por qué no supo aprovechar el regreso a España de Manuel Valls, primer ministro de Francia durante el mandato del presidente Hollande, para aprender de su experiencia a la hora de rearmarse intelectual y estratégicamente en los momentos de desconcierto y fragmentación que la izquierda padece. En recientes declaraciones realizadas a una universidad chilena, Valls, que ha renunciado a influir en la vida política española pero sigue desempeñando un papel en la del vecino país, comentaba que una de las cosas que más le sorprendió cuando volvió a su tierra natal fue que calificaran de “fascista” a alguien como él, histórico militante en el partido socialista francés. No entendía entonces, aunque ya lo habrá hecho, que la mediocridad del liderazgo público que padecemos se ha ensañado hasta extremos irrisorios no solo con el precio de la luz, sino con el diccionario y la gramática también. Digámoslo a las claras, con el conocimiento. Hoy ya tildan de fascista a casi cualquiera que no piense como los habitantes del páramo intelectual en el que ha decidido instalarse el discurso del poder. Hemos escuchado llamárselo a Fernando Savater, Andrés Trapiello y Rosa Díez por organizar una manifestación en defensa del Estado en la plaza de Colón, a quien por supuesto también se le acusa de fascista avant la lettre. Félix Ovejero, Félix de Azúa, Antonio Elorza, Arcadi Espada, César Antonio Molina, Jon Juaristi, Vargas Llosa, Albert Boadella, Javier Marías y tantos otros son igualmente vilipendiados por escritores (y escritoras) del pesebre, en una tradición muy querida para la izquierda viejuna desde que Dolores Ibárruri llamara cabezas de chorlito a Jorge Semprún, Fernando Claudín y Javier Pradera, al tiempo de expulsarles del Partido Comunista de España. Un chorlito es un pájaro que vive en la suciedad del barro y a eso debía referirse Pasionaria pues la disidencia frente al poder emponzoña la pretendida brillantez del mismo.

Algunos pontifican al asegurar que los discrepantes de lo políticamente correcto son gente enfurruñada y caduca, mayoritariamente miembros de lo que llaman la generación de la Transición, aunque en realidad fue protagonizada por varias de ellas. No faltan desde luego motivos para el cabreo pero a mi ver quienes lo padecen hasta el desvarío son los portavoces en Cortes que, a derecha e izquierda, lanzan insultos e indultos a la cabeza del contrario, en un ejercicio oratorio tan ruidoso como vacío. La brutalidad del lenguaje político se ha contagiado además al periodístico, de lo que dan fe apasionadas controversias, gritos y desmayos de unos cuantos colegas míos pluriempleados por diferentes televisiones públicas y privadas, cuyo sectarismo supera en no pocas ocasiones al de los señores diputados. Paradójicamente dicha zafiedad lingüística convive con la corrección política que el poder emplea para desvirtuar la realidad inconveniente a los ojos de los ciudadanos. Hasta el punto que la vulneración de los derechos de los menores marroquíes que vagan por Ceuta y su arbitraria expulsión fue definida oficialmente como un retorno asistido.

Desterrado casi por completo el debate político de los medios de masas, sustituida la fuerza del argumento por la sonoridad de los epítetos de un lado, y la cursilería gramatical del otro, satisface toparse de vez en cuando con artículos como el que firmara Daniel Innerarity en estas mismas páginas hace algunos días. Afirmaba textualmente que “las democracias tienen dificultades prácticas para la gestión de las crisis […] porque están diseñadas para un mundo que en buena parte ya no existe”. Aunque por supuesto defendía la permanencia de elementos fundamentales de la cultura liberal, planteaba abiertamente el contraste hoy evidente entre eficiencia en la gestión pública y legitimidad democrática. Se trata de conceptos que pueden entrar seriamente en conflicto si se contempla la evolución social y económica de China y los tigres asiáticos. Y es que crisis como la sanitaria, la medioambiental o la poblacional, son consecuencia del nacimiento de una nueva civilización, identificada y promovida por la sociedad digital, cuyo comportamiento ni comprendemos ni mucho menos dominamos.

Gran parte de los males de los que adolece la convivencia española son parejos a las enfermedades que aquejan a otras sociedades. Afrontamos un crecimiento de la desigualdad, un aumento de la violencia, un deterioro de la seguridad y una inestabilidad en la gobernanza de nuestros países. Ningún pánico, porque la democracia no elimina necesariamente los conflictos, antes bien los reconoce y permite que se expresen. El único consenso inexcusable es el que se refiere al cumplimiento de las reglas que permiten el funcionamiento del sistema, de modo que los ciudadanos sientan respetados sus derechos y puedan no solo ni principalmente elegir a sus gobernantes, sino sobre todo echarlos cuando así lo decidan. De ahí la importancia del imperio de la ley, garantizado por tribunales independientes y establecido en la Constitución. El incumplimiento de esta por la mayoría de los partidos del arco parlamentario comienza a ser abracadabrante. No solo en el caso de las formaciones independentistas, cuya traición ha sido juzgada y condenada y lo volverá a ser su reincidencia. Me refiero sobre todo a la conducta incivil del Partido Popular y del PSOE, incapaces de acordar la renovación de los órganos judiciales; o al incumplimiento flagrante por parte del gobierno de los requisitos constitucionales a la hora de suspender las libertades individuales con motivo de la lucha contra la pandemia. Para no hablar del espectáculo de un presidente sentado a discutir en la mesa de diálogo con la Generalitat, sin transparencia ni rendición de cuentas, nada menos que sobre un conflicto de soberanía. Habrá que recordarle que esta reside en el pueblo y su representación en el Parlamento, no en el palacio de la Moncloa.

La debilidad de las democracias amenaza con convertirse en fenómeno generalizado para asombro de sus regidores; pero el peligro es mayor en los países donde se implantaron mediante pactos entre dictaduras agonizantes y revoluciones frustradas. Chile o España son dos ejemplos en donde sectores de las nuevas generaciones no se reconocen en los textos constitucionales que paradójicamente amparan su disidencia. No habrá paz estable ni libertad duradera allí donde la ley no esté respaldada por la sociedad en que se impone. Los mandamases prefieren las ruedas de prensa, los viajes de relaciones públicas y las promesas de dádivas al ejercicio del debate parlamentario riguroso y la reflexión intelectual. Sin embargo no hay Constitución que perdure si no se reforma. ¿Cuantos años tendremos que esperar más para que se abra un proceso que aborde los cambios necesarios que garanticen el futuro de la nuestra? Se trata de modificaciones puntuales pero severas. Entre ellas, el reconocimiento del carácter federal del sistema de las autonomías; la elaboración de un Estatuto de la Corona que defina los derechos y deberes del titular y su familia e incorpore la igualdad sexual al tracto sucesorio; o la modificación del sistema electoral, ya que la representación popular ha sido definitivamente ahogada por los excesos y el sectarismo de las cúpulas de los partidos. Sobre eso es sobre lo que escriben, demandan y discuten muchos de los enfurruñados cabezas de chorlito de la Transición, sorprendidos como están de que a la hora de rescatar la Memoria Democrática no se reivindique el éxito del proceso iniciado en 1978.

Estamos no solo al final de un ciclo sino al comienzo de una nueva civilización. El desapego de miles y miles de jóvenes hacia la política vigente es consecuencia de la falta de empatía del poder con el sentir de la calle. Necesitamos por eso más que nunca a los cabezas de chorlito, la narración de su experiencia y la expresión de su disidencia cívica. Por mucho que pese a los adoradores del oficialismo y se pavoneen como poseedores de una superioridad moral que nadie reconoce y a nadie interesa.