EL PAÍS 18/09/14
IGNACIO MOLINA, investigador principal en el Real Instituto Elcano y profesor de ciencia política en la UAM.
· El soberanismo catalán defiende que, pese al bloqueo del Estado, la mediación exterior podría ayudar al éxito de su reivindicación. Un análisis no voluntarista lleva a concluir que tal intervención es impensable
El rasgo más llamativo del proceso soberanista catalán no reside en su impactante pretensión de romper con España ni en su contrastada capacidad de movilización ciudadana. Lo que lo hace de verdad distintivo es la aparente determinación de sus líderes —con mayoría en el Parlamento autonómico— a asumir la secesión como desenlace plausible, pese a la firme oposición de las instituciones centrales del Estado.
Aunque no todo el movimiento comparta un independentismo irreductible, parece que hasta el sector proclive a una solución de reacomodo piensa que el envite solo será tomado en serio si se plantea de forma maximalista. Y ante el bloqueo interno, se ha construido una argumentación para mantener la separación como creíble: la rigidez de Madrid combinada con alta conflictividad sobre el terreno acabarán provocando presiones externas para que España permita celebrar un referéndum o incluso, en caso de declaración unilateral, reconocer al nuevo Estado.
El observador ajeno quizá considere este planteamiento extravagante y radical, pero es corriente dominante entre los analistas afines, quienes suelen subrayar que “el mundo mira”. Es más, se presenta como moderado pues formula un escenario donde el Estado seguirá ejerciendo su autoridad efectiva mientras no se produzca esa mediación exterior y, por tanto, renunciaría al intento —por otro lado, inviable— de sostener fácticamente la independencia desde una Cataluña en rebeldía.
Sorprende que, dada la importancia crucial que tendría la internacionalización en el futuro del proceso, apenas se le haya dedicado atención. Hasta ahora se ha hablado de la difícil readhesión a la UE pero ese debate, que tiene sentido para una Escocia independiente aceptada por Londres, se traslada prematuramente. Es algo previo lo que aquí está en discusión: la estatalidad misma.
La idea de injerencia exterior en Cataluña contiene elementos de crudo realismo y del cosmopolitismo más naíf. En principio, las diplomacias -especialmente europeas- querrían mediar en el conflicto por idealismo, apoyando una causa legítima y respaldada socialmente. Pero enseguida, quizá sospechando que si a la comunidad internacional le cuesta intervenir en casos flagrantes de represión de minorías sería insólito que lo hiciera en una democracia consolidada y muy descentralizada, se añade una consideración menos impecable. Ya no sería la simpatía altruista sino el deseo de evitar la grave desestabilización que, al parecer, Cataluña podría desencadenar.
En versiones extremas del pensamiento nacionalista, este cálculo frío de intereses e intimidaciones apela a aprovechar las presuntas ambiciones geopolíticas de potencias no occidentales (presuponiendo un sorprendente desinterés norteamericano hacia su importante aliado español en la delicada frontera meridional de la OTAN). Pero no hace falta caricaturizar. Resulta habitual oír a destacados publicistas del soberanismo oficial construyendo reflexiones liberales utópicas y, en seguida, pasar a razonamientos mercantiles, amenazas sobre impago de deudas y conjeturas de factura bismarckiana.
Es verdad que los informes del órgano asesor del proceso (CATN), que se compilarán en un Libro Blanco de la independencia, adoptan un enfoque más sofisticado y tienen la honestidad de no negar lo obvio. No sólo se admite la imposible adhesión automática a la UE sino también la dificultad de un reconocimiento internacional con oposición española. Es más, se asume que habrá hostilidad china o rusa y, dentro de Europa, una previsible antipatía generalizada.
Como se recoge expresamente en esos informes, las democracias más avanzadas no aceptan la autodeterminación fuera de contextos coloniales —salvo dramáticos remedios excepcionales— y desconfían de un movimiento que puede ser nacionalista excluyente o, en su versión no esencialista, “purament fiscal i insolidari”. En particular, se contempla la aversión alemana a un proceso donde el decisionismo desplaza la Constitución y puede desestabilizar la integración europea. Tampoco Francia o Italia parecen dispuestas a dar lecciones sobre encajes territoriales a un país mucho más plural que ellas.
Pero en una pirueta que desvincula sus propias premisas fácticas de las conclusiones, el CATN augura que al final los Gobiernos y la opinión pública internacional renunciarán por pragmatismo a sus preferencias (como se ve, muy alejadas de la causa independentista) e intercederán por una Cataluña soberana e incluso miembro de la UE para evitar daños empresariales o financieros. No parece desde luego muy consistente con el propio discurso del procés —que antepone unos ideales a consideraciones prácticas— pensar que, en cambio, los demás subordinarán aquí sus principios estratégicos a cálculos cortoplacistas.
Apenas se consigue identificar a Israel, Eslovaquia o las repúblicas bálticas como potenciales aliados en base a una discutible afinidad, cuando justo esos casos —con importantes minorías nacionales y vecinos irredentistas— destacarían por su beligerancia contra la ruptura unilateral de cualquier democracia. Tampoco se afina mucho al hablar de los países africanos, de quienes se dice que se moverán “al compàs dels Estats Units”, lo que resulta irrespetuoso con su soberanía pero también con la realidad empírica: 25 de ellos siguen hoy ignorando a Washington al no reconocer a Kosovo.
La tesis de la internacionalización acaba resultando una ilustración paradigmática de wishful thinking que selecciona interesada y emocionalmente los pocos elementos que abonan una tesis y resta importancia a la abrumadora evidencia contraria. Así, al hablar de EE UU, el independentismo evoca al presidente Wilson y su principio de las nacionalidades sometidas a imperios, pero en cambio olvida a Lincoln y su mucho más célebre rechazo a la secesión. Al buscar comparaciones, nunca se menciona a Padania, tampoco a Chipre del Norte, Crimea o la decena de antipáticos territorios secesionistas en Europa oriental.
En estos dos años, además, todas las pistas han coincidido. Merkel y Valls han criticado el proceso yendo más allá de lo habitual en cuestiones internas. Juncker ha desdeñado en público el envío de cartas suplicantes a los dirigentes europeos. El grupo liberal del Parlamento Europeo desautorizó hace poco a Convergència. Y hasta algún experto citado por Artur Mas, por defender (razonablemente) que Escocia podría reingresar inmediatamente en la UE, ha aclarado que su idea no es aplicable a Cataluña y que el Tratado debería modificarse para impedir separaciones unilaterales.
Con ese panorama, y el escaso aprecio que los Gobiernos europeos sienten hacia las votaciones plebiscitarias, es obvio que no habrá respuesta internacional si el Estado adopta medidas coercitivas contra una consulta enrevesada, del mismo modo que nadie reaccionará cuando Roma vete el referéndum que también impulsa el Véneto. Y aunque una suspensión temporal de la Generalitat sería muy lamentable desde la perspectiva interna, tampoco en ese caso puede esperarse mayor respuesta diplomática que la que merecieron, por ejemplo, las cuatro interrupciones del autogobierno de Irlanda del Norte decididas en los últimos años desde el Londres admirado por el soberanismo.
En definitiva, es impensable una intervención exterior y en el caso extremo de que acabara sucediendo sería porque el nivel de convulsión habría llegado a tal grado que es mejor seguir sin pensarlo. Si el presidente Mas realmente cree en sus sensatas advertencias sobre la absoluta necesidad de sortear la violencia y el ridículo, la tesis de la internacionalización debería abandonarse cuanto antes.
Por supuesto, nada de lo anterior resuelve el enorme reto democrático hoy planteado en Cataluña y ni siquiera descarta la posibilidad de independencia (que llegaría en el supuesto hoy remoto de que el conjunto de España se convenza de su conveniencia). Pero sí significa que la solución no vendrá de fuera sino de nosotros mismos, de la habilidad colectiva para definir, o no, un proyecto común inclusivo y sensible que sea suficientemente mayoritario. Repensar y proyectar al mundo un ejemplo atractivo de democracia plural sería la internacionalización que nos merecemos.
Ignacio Molina es investigador principal en el Real Instituto Elcano y profesor de ciencia política en la UAM.