Editorial-El Mundo
IMPUNEMENTE, el presidente golpista de la Generalitat escenificó ayer un intolerable capítulo en su delirante huida hacia lo que llamó «nuestro deseo histórico», como si él fuera el representante de una supuesta voluntad del pueblo catalán. Se trata, sin duda, de una impostura tramposa y mentirosa, un ejercicio de cinismo mediante el que pretende presentarse ante la comunidad internacional como un político dialogante frente a un supuesto Estado represor, cuando la realidad es totalmente la contraria. Han sido sus políticas del odio, sus políticas de la exclusión y la intolerancia las que han fracturado la sociedad catalana y han conducido al país a una crisis política, social e institucional sin precedentes. Aunque no dejó de repetir su disposición al diálogo, al acuerdo y a la paz, no dudó tampoco en afirmar, en una doblez que demuestra la hipocresía de su discurso, que no se moverá ni «un milímetro» de su enfrentamiento abierto con el Estado.
Pero ante todo, la alocución de Puigdemont supone un inadmisible insulto al Rey y a todos los españoles. El president de la Generalitat habló de tú a tú al Jefe del Estado en lo que no puede interpretarse sino como un ataque frontal al mensaje contundente y valiente pronunciado el martes por Su Majestad. Un dirigente que sin mayoría de votos ha puesto torticeramente el Parlament a su servicio y al de los antisistema de la CUP, dejando sin voz a la oposición, que ha incumplido reiteradamente las sentencias del TC y que ha movilizado violentamente a la población no puede nunca dar lecciones a un Rey que demostró ayer su firmeza en la defensa de la legalidad constitucional. Su desvergüenza llegó a tal extremo de apelar a la Constitución para atacar al Jefe del Estado.
Pero no conseguirá salirse con la suya. Ayer, los principales grupos de la Eurocámara criticaron duramente la actitud del Govern y la violación de la legalidad en Cataluña. Es más, la Comisión europea, a través del vicepresidente Timmermans, fue igual de contundente en su defensa de la respuesta del Gobierno español al desafío secesionista. «El Gobierno catalán decidió ignorar la ley al celebrar el referéndum», dijo, por lo que la actuación de las fuerzas del orden está plenamente justificada como ocurre en todas las democracias avanzadas. No es de recibo la estrategia propagandística cargada de mentiras e impulsada desde las filas independentistas con la colaboración de algunos medios sin escrúpulos para presentar la acción de la Policía y de la Guardia Civil como si hubiese sido arbitraria e indiscriminada. Pero lo que no puede ni debe tolerar el Gobierno es que se impongan tutelas exteriores a España, porque el objetivo de los independentistas, como en su día fue el de ETA, es internacionalizar un conflicto que sólo han provocado ellos. Tampoco debe aceptar el Gobierno que Puigdemont, como reiteró descaradamente anoche, se convierta en interlocutor válido para buscar una solución negociada a la situación. No tiene legitimidad para dialogar. Es simplemente un golpista y el Estado nada tiene que dialogar con él.
Ante este descaro es desalentador comprobar cómo la acción aislada de algunos jueces contrasta con la inexplicable parálisis gubernamental. Gracias a la magistrada Carmen Lamela, que instruye la causa por los disturbios ocurridos en Barcelona el pasado 20 de septiembre, Trapero tendrá que declarar mañana viernes en la Audiencia Nacional en calidad de investigado por un posible delito de sedición, castigado con hasta 15 años de cárcel. Y sin embargo, tras el emplazamiento del Rey ayer a «los poderes legítimos el Estado», el Gobierno no es capaz de retomar la iniciativa política. La revolución sigue su curso en las calles y en las instituciones, y urge intervenir las principales competencias de la autonomía catalana antes de que Puigdemont, alentado por la CUP, declare unilateral de independencia el lunes.