ANTONIO SANTAMARÍA-EL CORREO
- A diferencia de 2017, en Cataluña no hay unidad de acción entre los independentistas sino una pugna descarnada por el poder
La correlación de fuerzas surgida del 14-F permite dos posibilidades: un Gobierno de izquierdas (ERC, PSC, Comuns) o un Ejecutivo independentista (ERC, Junts per Catalunya, CUP), que en ambos casos dependen de la decisión de ERC, que ha optado claramente por reeditar un Gabinete secesionista. El temor cerval a ser tachados de traidores a la causa nacional se alza como un obstáculo insalvable para que Esquerra adopte otra determinación.
Esta elección comporta la continuación de la interminable pugna con Junts por la hegemonía del movimiento independentista, separados por un solo escaño de diferencia. La formación posconvergente percibe la presidencia de la Generalitat como un patrimonio inalienable que se resiste a ceder a su principal competidor. Esto explica su insistencia en que aquella sea tutelada por el Consell de la República, un organismo privado sin control democrático dirigido mesiánicamente por Carles Puigdemont, quien ejercería el verdadero poder político relegando a Aragonès al papel de gestor vicario de las denostadas instituciones de autogobierno. Aunque podría argüirse que esto sólo es un pretexto para alargar las negociaciones y mostrar la dependencia de ERC respecto a Junts, así como para obtener mayores parcelas de poder en el futuro Ejecutivo, como Economía y el control de los medios de comunicación públicos de la Generalitat.
En previsión del enroque de Junts, ERC y CUP se apresuraron a suscribir un pacto de legislatura para obligar a los posconvergentes a sumarse a la fuerte pulsión unitaria de las bases del movimiento independentista. En efecto, ante una eventual e improbable repetición de las elecciones, la formación percibida como aquella que ha impedido la unión sagrada de los independentistas sería severamente castigada en las urnas. De hecho, esto impide que Junts fuerce la repetición de los comicios, una tentación sin duda acariciada por un importante sector del partido.
Ahora bien, el apoyo de la CUP a ERC no ha sido gratuito. A cambio, Aragonès deberá someterse a una cuestión de confianza a mitad del mandato como garantía del cumplimiento de los pactos, lo que puede determinar la fecha de caducidad de la legislatura. A todas luces, resulta sumamente complicado el funcionamiento de un eventual Gobierno de coalición que al mismo tiempo cumpla con los objetivos programáticos izquierdistas acordados con la CUP, pero gestionados por un consejero de Economía de Junts de firmes convicciones neoliberales.
A esta contradicción, aparentemente insalvable en el eje ideológico (derecha/izquierda), se une la discrepancia estratégica en el eje nacional respecto al procedimiento para alcanzar la independencia y resolver el ‘conflicto político’, en la terminología independentista. ERC apuesta por la mesa de diálogo con el Gobierno español, pero con las condiciones de amnistía y autodeterminación que desbordan el marco constitucional y que no pueden ser asumidas por este. El acuerdo con la CUP prevé un plazo de dos años para explorar esta vía. Sin embargo, no se concreta cuál sería la respuesta del movimiento independentista en el caso de que esta mesa de diálogo fracasara, aunque entre líneas se desprende que podría activarse otra vez la vía unilateral mediante la convocatoria de otro referéndum ilegal.
En definitiva, nos hallamos ante un panorama que conduce hacia la prolongación de los procedimientos y mantras propagandísticos del proceso soberanista pero en una versión crecientemente degradada, como revela la elección para la presidencia del Parlament de Laura Borràs, imputada por presuntos delitos de corrupción. A diferencia de 2017, ahora no existe ni unidad de acción entre las formaciones independentistas ni una hoja de ruta común para alcanzar sus objetivos, sino una pugna descarnada por el poder y por la hegemonía donde los dos grandes partidos y futuros socios se comportan como adversarios políticos. Esto cuando la sociedad catalana sigue padeciendo una grave crisis sanitaria derivada de la pandemia y se avecina una crisis socioeconómica de grandes dimensiones.
Todos estos prolegómenos nos llevan a prever una legislatura convulsa y de corta duración. Como decía Hegel, los procesos históricos deben agotarse hasta sus últimas posibilidades antes de entrar en una nueva fase. Acaso, el proceso soberanista -al menos en su actual formato- se halle ante esa tesitura.