Andoni Pérez Ayala-El Correo
- Se debe asentar una cohesión política en la mayoría parlamentaria para llevar a cabo las propuestas programáticas
Un dicho muy conocido, en especial en medios judiciales, nos advierte de que en muchas ocasiones ‘más vale un mal arreglo que un buen juicio’. Es una muestra de obligado pragmatismo del que todos echamos mano cuando nos vemos obligados a afrontar un litigio y embarcarnos en un incierto y problemático proceso judicial puede resultarnos más gravoso que cerrar un acuerdo, aunque éste sea forzado y no todo lo bueno que sería de desear. Conviene dejar claro que un mal arreglo es lo que su nombre indica y no resulta válido tratar de hacerlo pasar por un buen acuerdo; menos aún por un gran éxito producto de la sagacidad de quien se ve obligado por las circunstancias a llegar a arreglos forzados para tratar de evitar problemas mayores.
También en los procesos políticos puede tener aplicación el precitado dicho cuando se producen situaciones conflictivas a las que es preciso dar una salida que evite problemas mayores. Tal parece ser la posición mantenida por Pedro Sánchez al llevar a cabo el acuerdo para la investidura, que en realidad es un multiacuerdo que, además de con Sumar, integrante de la coalición de Gobierno, se hace con ERC, BNG, CC, Junts, PNV (con Bildu no ha tenido formalización en un texto escrito), tratando en cada uno de ellos cuestiones distintas. El hecho de que el que mayor polémica ha suscitado haya sido el de Puigdemont no debe hacernos perder de vista la pluralidad de formaciones participantes.
Se trata de un(os) acuerdo(s) que, de entrada, presenta el problema de su multiplicidad, lo que hace que si bien el objetivo inmediato de la investidura no parece que vaya a tener muchas dificultades, a pesar de lo problemático del proceso seguido para su conclusión, no puede decirse lo mismo de la validez que pueda tener para el resto de la legislatura. Sobre todo, teniendo en cuenta las advertencias hechas por parte de algunos de los firmantes de los acuerdos, que han tenido especial interés en dejar muy claro que tras la votación de la investidura habrá que negociar, y renegociar, cada una de las medidas a adoptar.
Por lo que se refiere al contenido de los acuerdos de investidura, y en especial a las polémicas que se han suscitado en torno a ellos, dos cosas cabe decir. En primer lugar, que con ellos no se rompe España, ni se implanta un régimen autocrático, ni mucho menos se instaura dictadura alguna, cosas que por increíbles que parezcan se han venido diciendo estos días no solo por algunos ultras exaltados, sino también desde altavoces mediáticos con marchamo de respetabilidad. Tampoco suponen ningún atentado contra el Estado de Derecho, la división de poderes, el principio de igualdad o cualquiera de los que integran el sistema constitucional; lo que, en todo caso, correspondería decidir al órgano competente, el Tribunal Constitucional, objeto últimamente de una descalificación preventiva que no es admisible.
Hay que decir también que los acuerdos para la investidura, en especial los suscritos con Junts y ERC, suscitan serias dudas sobre su efectividad para la normalización de la situación política en Cataluña. No está claro que lo que se recoge en los textos que hemos conocido aporte soluciones que contribuyan a que las relaciones entre Cataluña y el resto de España se normalicen en el marco constitucional. Más bien hay motivos para pensar que no solo no se dan soluciones a los problemas ya existentes en relación con el ‘procès’, sino que existe el riesgo cierto de que se generen otros nuevos.
Hay que tener presente, por último, que con la votación de investidura no se cierra el proceso, que no ha dejado de ser problemático en todo momento. La investidura marca solo el inicio de la legislatura pero ésta tiene cuatro años de duración, en los que hay que llevar a cabo las propuestas programáticas acordadas en el multipacto de la investidura. Y ello requiere asentar una cohesión política en la mayoría parlamentaria que, a la vista de cómo se vienen desarrollando las cosas y, sobre todo, de las advertencias de algunos de los representantes de las formaciones sobre la falta de compromiso político tras la votación de investidura, plantea serias dudas sobre su continuidad.
En este marco, esta legislatura, la XV, se presenta desde su nacimiento como particularmente incierta; no solo por el complicado mapa político resultante del 23-J, sino, ante todo, por la falta de una mayoría parlamentaria clara y cohesionada políticamente, sin la que es difícil afrontar debidamente los problemas, que no van a faltar. Ante ello, y a falta de grandes soluciones como las que nos anuncian los que abogan por zanjar las cosas con un ‘buen juicio’, no cabe descartar, si no los ‘malos arreglos’, sí al menos algún modesto acuerdo que permita enderezar las cosas; y, en todo caso, evitar que se compliquen más.