FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, ABC 15/04/14
· Aquí hay nacionalismos excluyentes, desde luego, aquí hay soflamas quijotescas, identidades de aldea y campanario y pulsaciones emocionales de pueblos mitológicos. Pero en ningún caso se trata de un patriotismo español moderno, liberal e integrador que, hoy por hoy, echamos tanto en falta.
«El problema de España es un problema común a todos los pueblos. Es un problema de superación. Los españoles más ambiciosos no aspiramos a hacer de España una utopía perfecta; de momento, nos conformamos con que se aproxime a los pueblos europeos menos imperfectos». En 1921, Luis Araquistáin publicaba un conjunto de ensayos a los que puso por título Españaenelcrisol. Una obra que reflejaba perfectamente la avidez reformista y la ilusión modernizadora de quienes, a pesar de su adscripción a una u otra tendencia política, no abandonaron nunca, ni en los peores momentos de combate civil, el común sentimiento de pertenencia a una comunidad y la lealtad responsable a una nación cuyo futuro deseaban inspirar. Este periódico ha resaltado, hace unos días, cómo el Partido Socialista francés ha mostrado una voluntad patriótica que no es mera estrategia destinada a evitar la fuga de votos hacia el lepenismo, sino manifestación de una convicción arraigada en lo más hondo de su ideología: el hecho fundamental de representar a la nación.
Ese mismo partido llegó a programar su renovación, a comienzos de los años setenta del pasado siglo, invocando «un socialismo con los colores de Francia». Lo que nuestros vecinos denominan tradición republicana no hace referencia simplemente a una forma de Estado, sino a la identificación entre la nación y sus instituciones, a la fidelidad a una cohesión social y cultural que proporciona a todos una idea invulnerable de la nación que les pertenece y a la que pertenecen. Aspirar a esa normalidad con que se asume el patriotismo, sin estridencias pero sin abdicaciones, es también parte del proyecto de europeización de España que, sostenido en aquellos años primerizos del siglo XX, adquiere en nuestros tiempos una actualidad tan penosa como exigente.
Es difícil que al socialista Araquistáin o a cualquiera de sus compañeros de generación y partido se les hubiera ocurrido, hace poco menos de cien años, que su preocupación por España habría de detenerse ante las puertas del infierno de la disgregación. La crisis de conciencia nacional, que tanto nos debilita para hacer frente a las penosas circunstancias por las que pasamos, es un asunto que no puede reprocharse a los secesionistas. Por miserables que sean sus incumplimientos de los compromisos sobre los que empezó a constituirse nuestra democracia, el independentismo no ha hecho más que aprovechar un largo periodo de pausa emotiva, un dilatado plazo de temeraria timidez ideológica y un extenso complejo de inferioridad nacional española. Son brechas abiertas que permiten la irrupción de patriotismos alternativos, que satisfacen un sentimiento de ciudadanía que jamás puede reducirse a la uniformidad jurídica o al imperio de la ley.
Los hombres de 1808 podían permitirse el lujo de decir que solo existe nación donde hay constitución, precisamente tras haberse alzado en defensa de nuestra unidad y nuestra independencia, que los invasores y sus paniaguados habían puesto en duda. Suponer que quienes lucharon por un régimen constitucional en el pasado siglo no partían de una España ya existente, a la que había que dotar de instituciones representativas, es algo tan pintoresco como indicarle a un socialista francés de nuestros días que Francia existe solamente desde 1789 o decirle a un liberal italiano que su país es un engendro jurídico fruto de la habilidad diplomática de Cavour y la ambición unificadora de una dinastía piamontesa.
Para cualquiera de estos europeos, que viven con plenitud y serenidad la constancia de su ciudadanía, su sentimiento nacional no se agota en una referencia jurídica. ¿Alguien puede creer aún que, cuando Galdós escribió su soberbia crónica del liberalismo español en sus Episodios-Nacionales, trataba de explicarnos que España se había alumbrado a través del Estado constitucional? ¿No será más adecuado pensar que el coraje y la lucidez de ese patriotismo eran, precisamente, los de dotar a unos españoles conscientes de su realidad histórica de derechos individuales y colectivos que les permitieran ingresar en la dignidad política de la época liberal?
La defensa de la Constitución de 1978 debe plantearse de un modo distinto a como viene haciéndose en momentos de tan grave desafío secesionista. Nuestra Carta Magna puede ser un acuerdo realizado en circunstancias históricas precisas. Pero la nación española y la soberanía de los españoles no son el resultado de ese acuerdo, sino la realidad que hizo posible llegar a ese consenso. Lo que debe defenderse es la capacidad que tuvimos de asegurar en instituciones democráticas la integración de todos los ciudadanos de una España que se reconocía diversa, constituida en un largo proceso histórico de incorporación, tan respetuosa de la pluralidad de sus regiones como exigente en la necesaria unidad de los españoles. Unidad que no era solo elemental afirmación de una tradición que ahora desea falsificarse, sino la mejor garantía de un futuro de libertad y progreso para todos.
Ahí se encuentra una de las tareas que debe encomendarse a la derecha española en estos tiempos. Porque la izquierda ha decidido abandonar ese lugar de patriotismo que los fundadores del socialismo español nunca habrían dejado a la intemperie. Cuando se ha manifestado en las Cortes que la recuperación del sistema educativo es un recurso indispensable de nacionalización, de formación de ciudadanos, de dotación a cualquier español de un derecho tan fundamental como su conciencia histórica, la izquierda ha unido su violencia verbal al airado lenguaje del secesionismo.
Si los nacionalistas establecen que la cohesión social se basa en el sentimiento de pertenencia a una misma comunidad cultural, ¿por qué se niega ese principio a los españoles? ¿Por qué juega la izquierda a vulnerarlo? Nuestro complejo de inferioridad nacional, que impide que la defensa de España supere los trámites de un mero respeto a la legalidad, ya no puede encontrar excusa en la hipertrofia excluyente de un españolismo que nadie profesa, pero que sirve de coartada para turbios manejos de unos y graves abdicaciones de otros. Aquí hay nacionalismos excluyentes, desde luego, aquí hay soflamas quijotescas, identidades de aldea y campanario y pulsaciones emocionales de pueblos mitológicos. Pero en ningún caso se trata de un patriotismo español moderno, liberal e integrador que, hoy por hoy, echamos tanto en falta. No como opinión individual, no como proyecto de un partido, sino razón y compromiso de todos los ciudadanos.
Por ello no habrá proyecto que resulte admisible sin que el patriotismo se presente como perspectiva esencial de su acción política, como factor que, en este momento, debe diferenciar a una derecha que sigue creyendo en España y a una izquierda que tiene que demostrarnos algún día que está dispuesta a volver a hacerlo. Cualquier vacilación en este campo será letal para la identificación de la derecha, pero más aún para nuestra permanencia como una nación normal, como una colectividad con ese afán de superación, de europeización, de modernidad y de bienestar que un socialista invocaba hace cien años, sin que a ninguno de sus compañeros de partido se le ocurriera reprochárselo. Para mantenernos como nación respetable, habrá que rescatar a España de su abatimiento, no solo consecuencia de los infortunios de su hacienda. Habrá que atajar la melancolía o la efusión sentimental, pero también la negativa reaccionaria y anacrónica a considerarnos una nación con suficiente historia, con sobrada ilusión y con permanente voluntad de seguir existiendo.
FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR, ABC 15/04/14