- La «dimensión espiritual» cristalizó en lapidación de adúlteras (o de supuestas tales), ahorcamiento en grúas de homosexuales, tortura y asesinato en masa de opositores, metódico despliegue a escala mundial de una bien tejida red de terror islamista
En 1977, el islamismo político no existía. Es entonces un paso en falso de Jimmy Carter el que lo desencadena. Con las mejores intenciones, probablemente. Pero también las mejores intenciones pueden ser funestas. En política, lo son. Casi siempre.
Irán era, en 1977, el más modernizado y puede que el materialmente más próspero de los países con mayoría musulmana. Regido por un déspota abominable que, seis años antes, había desplegado los fastos megalómanos del supuesto 2.500 aniversario de su imperio. Reza Pahlevi era epítome de todo lo odioso que puede anclar en un sujeto humano. Pero el que a sí mismo se proclamaba «Shah» era un tirano. Perfecto. No un alucinado.
En las grandes ciudades, Teherán e Ispahán ante todo, una burguesía comercial pujante había occidentalizado las costumbres tanto cuanto la economía. Las universidades iraníes alcanzaban un nivel desconocido en el mundo musulmán. Y las mujeres se habían despojado del lastre de sumisión que el Corán y la Sharía dictan. Era, sin duda, una apariencia engañosa. En el inmenso espacio rural iraní, las variedades más recias de la ortodoxia religiosa imponían su criterio. Y sus devotos habitantes veían la eclosión de aquella vida nueva en las ciudades como una exhibición diabólica de odio hacia las tradiciones. Allí, la hegemonía del clero chiita era invulnerable.
Y en ese clero había, necesariamente, de nacer el único resquicio para quebrar la crueldad de Pahlevi. No todos lo mullahs apuestan por una teocracia estricta entonces. Jomeini es aún muy minoritario frente a un clero, en los inicios, más cercano a las tesis revolucionarias del profesor Alí Shariati, quien, antes de su oscura muerte en Londres, está promoviendo una alianza opositora sin hegemonía religiosa. Eliminado Shariati, Jomeini se erige en guía único.
Y entonces Jimmy Carter comete el error crítico. Entre un asesino ladrón y un santo teocrático, el piadoso presidente norteamericano apuesta por el segundo. Y pierde, naturalmente: porque nada hay más mortífero que un místico en política. Y nada en este mundo puede aspirar a ser más atroz que una teocracia. Jomeini llega a Teherán bajo la protección estadounidense y francesa. Se hace con un poder que sabe incuestionable. Depura, en menos de dos años, todas las tendencias laicas de sus primeros aliados. Y la última esperanza de un Irán moderno vuela con Bani Sadr al exilio para no retornar nunca.
Una teocracia necesita perentoriamente un enemigo demoníaco, frente al cual exhibir su elección divina. Jomeini consagró dos. Los llamó «Gran Satán» (Estados Unidos) y «Pequeño Satán» (Israel). Y anudó en esos nombres un odio popular sobre el cual consolidaría la fortaleza de la República Islámica inexpugnable. Y puso en marcha una Yihad, una guerra santa, que expandiera el terror en todo el occidente cristiano y corrupto. Su sucesor, Jamenei, condensó esa estrategia en un principio militar poco discutible: en las sociedades contemporáneas, sólo la posesión del arma nuclear es de verdad disuasoria. La obtención de bombas nucleares, con las que borrar a Israel del mapa, pasó a ser el epicentro de la estrategia iraní.
Prolongación del error crítico de Carter, los países occidentales se empeñaron en la ensoñación de ver aquello como una proclama retórica. Y de atrincherarse en el perfecto disparate del Michel Foucault que, en octubre de 1978, había descrito en el Nouvel Observateur parisino su fascinación por la «voluntad política» de los ayatolás: «Me ha impresionado su esfuerzo para politizar, en respuesta a los problemas actuales, estructuras indisociablemente sociales y religiosas; me ha impresionado también por su intento de abrir en la política una dimensión espiritual».
Pero la «dimensión espiritual» cristalizó en lapidación de adúlteras (o de supuestas tales), ahorcamiento en grúas de homosexuales, tortura y asesinato en masa de opositores, metódico despliegue a escala mundial de una bien tejida red de terror islamista. Y, tras esa pantalla de desconcierto, el apocalipsis se iba gestando. El enriquecimiento del uranio iraní pasó la barrera del 60 % que exige la fabricación de bombas atómicas.
Ayer tuvo lugar lo inevitable.