- Amenazado de aislamiento por el muro de contención que alzaban los Acuerdos de Abraham, Irán puso en marcha un dispositivo largamente meditado: el de la provocación, a una escala sin precedente
No es un tratado de paz lo que se firma entre Israel y Hamás. Es una declaración de alto el fuego. Fuerza ello a ser extremadamente cauto en los análisis: lo hoy estable, puede bascular mañana. De la serenidad de los negociadores internacionales va a depender el desenlace en estas próximas semanas, durante las cuales estará en juego el destino de los últimos secuestrados vivos. Y el reposo de un número indeterminado de cadáveres, mercancía obscenamente preciosa para los asesinos yihadistas.
El balance que pueda hacerse hoy es, por lo tanto, provisional y siempre incierto. Tratemos solo de fijar sus ejes.
El del 7 de octubre de 2023 fue un ataque largamente preparado por la inteligencia militar iraní. Nada había en él de improvisado. En el año 2020, los «acuerdos de Abraham» habían fructificado —bajo el patronazgo de Donald Trump— en un aspecto crucial: la regularización de relaciones —económicas como diplomáticas— entre Israel y los Emiratos Árabes Unidos. Los acuerdos incluían un «Tratado de Paz bilateral» entre el Estado judío y los Emiratos —al cual se adheriría el reino de Marruecos—, y una «Declaración de Paz bilateral» entre Israel y Bahrein.
Tanto la Autoridad Palestina —que controlaba Cisjordania— cuanto Hamás —desde su plaza fuerte de Gaza— condenaban los acuerdos. Pero la una como el otro eran solo peones sacrificables sobre el tablero. No así, Irán. La República Islámica chií venía proclamando, desde su fundación por el ayatolá Jomeini, su irrenunciable exigencia de aniquilar a dos enemigos por igual imperdonables: el «pequeño Satán» Israel y los degenerados herejes sunnitas que controlaban el territorio petrolífero de la Península Arábiga, patria y herencia del Profeta. Los esfuerzos iraníes por dotarse de armamento atómico no fueron nunca un capricho: Riad y Tel-Aviv son sus blancos siempre explícitos.
Amenazado de aislamiento por el muro de contención que alzaban los Acuerdos de Abraham, Irán puso en marcha un dispositivo largamente meditado: el de la provocación, a una escala sin precedente. Desde sus inicios, la República de los Ayatolás había asentado bases militares sólidas en las dos fronteras vulnerables de Israel: el Líbano, en donde Hezbolá, bajo mando de oficiales iraníes, operaba como una unidad más de los Guardianes de la Revolución, y Gaza, puesta en manos de la variedad más suicida —y más criminal— del yihadismo.
La operación del 7 de octubre de 2023 obedecía a un cálculo militarmente milimetrado por los iraníes: cerrar la tenaza Hezbolá-Hamás sobre Israel. Y hacerlo con un acto de crueldad cuya resonancia escénica forzase a la respuesta masiva israelí. Y, con ello, a una guerra total que disuadiese a los firmantes árabes de aplicar los acuerdos de 2020.
Hacer asesinar o secuestrar a dos mil civiles israelíes no iba a cambiar la correlación militar en la frontera de Gaza, pero iba a provocar la inevitable respuesta masiva de Israel. En ese punto, Irán pondría en combate a sus unidades de Hezbolá en la frontera libanesa. Y toda la zona se convertiría en un gran campo de batalla. El objetivo nunca fue, para Irán, ganar esa guerra. Muy al contrario, la victoria —que se juzgó inevitable— consistía en provocar la mayor matanza posible de población civil palestina. Esa horrible mortandad —que, en efecto, se produjo— bloquearía cualquier avance de la normalización diplomática y económica entre Israel y los países árabes. Era una estrategia monstruosa, pero eficiente.
Lo que no parecía entrar en los cálculos de Irán era que su Hezbolá libanés estuviera infiltrado hasta la médula por la inteligencia israelí. Y que su formidable estructura armada quedase aniquilada en muy pocas semanas, tras la ejecución sistemática de sus altos mandos. Tampoco pasó por las cabezas iraníes, la posibilidad del sorprendente vuelco que, en Siria, depuso a Assad y cortó la línea de abastecimiento de sus tropas libanesas. La fuerza terrorista de Hamás quedaba así aislada sobre el campo de operaciones. Con una baza nada más que jugar: los rehenes y cadáveres israelíes en su poder. Llegados a ese punto, no cabía otra hipótesis que la de una negociación gestionada por los dos mayores enemigos de Irán: los Saudíes y Donald Trump.
Es pronto para saber con certeza cómo se cerrará la tregua. El intercambio de secuestrados por presos —aceptado por Israel en una proporción desmesurada— se hará muy lentamente. Irán buscará sabotear el frágil proceso. Si así lo hiciera, la amenaza de Trump —hacer caer «el fuego del infierno» sobre los amos de Hamás— marcaría el pasaje más trágico de la trágica historia del cercano Oriente.
Eso está en juego. Y, cuando esta fase acabe —bien o mal, eso queda por ver—, Benjamín Netanyahu habrá de responder ante la ciudadanía israelí de las incompetencias y abandonos que hicieron posible la tragedia del 7 de octubre: son las reglas de la democracia. E Israel abrirá una etapa nueva en su trágica y heroica historia.