GAIZKA FERNÁNDEZ SOLDEVILLA-EL CORREO
- En vez de provocar una revolución y emancipar a la clase obrera, el grupo mató hace 35 años a un trabajador, José Miguel Moros
En su último libro, ‘En manos del tío Sam’, David Mota analiza la documentación del Gobierno de Estados Unidos acerca de ETA. La obra arroja nueva luz sobre episodios clave como el asesinato de Carrero Blanco, descartando definitivamente la participación de la CIA. Además, revela que, lejos de la imagen omnisciente que proyectan series y películas, el servicio de espionaje de EE UU tenía serios déficits de información sobre España en general y ETA en particular. Por un lado, apenas contaba con personal cualificado. Por otro, dado que no atacaba a intereses o ciudadanos norteamericanos, la organización distaba de ser su prioridad. Desde el punto de vista norteamericano, eran mucho más peligrosos grupúsculos como el Exèrcit Roig Català d’Alliberament, que en 1987 asesinó a un joven marinero estadounidense en Barcelona, e Iraultza (Revolución).
Esta banda surgió en los aledaños del EMK (Euskadiko Mugimendu Komunista), un partido maoísta cuyo origen se remonta a la primera escisión obrerista de ETA, ETA berri (1966). Durante la Transición el EMK no solo condenaba el terrorismo, sino que apostó por la vía democrática. Primero lo hizo dentro de Euskadiko Ezkerra, consiguiendo un diputado; luego en solitario, fracasando rotundamente. Aquel fiasco y la fascinación por los resultados de la coalición apadrinada por ETA militar, Herri Batasuna, radicalizaron al EMK, que acabó como un satélite de la ‘izquierda abertzale’ y se dotó de su propio brazo armado.
La primera bomba de Iraultza explotó en julio de 1981 en el chalé del empresario Luis Olarra en Getxo. Según se leía en su boletín, la nueva organización no pretendía competir con ETA, sino complementarla ocupándose de «campos importantes que no se cubren». Entre las «tareas político-militares» de Iraultza se citaban «luchar por la defensa del puesto de trabajo, contra la explotación patronal en las fábricas, contra la imposición de proyectos antipopulares, contra el expolio de nuestro entorno, contra los límites impuestos al desarrollo del euskera, contra las múltiples formas de represión sobre la juventud, contra las leyes machistas y las agresiones contra las mujeres… Se trata de enriquecer los efectos de la actividad armada, hoy centrada casi en exclusiva en los cuerpos represivos y Lemoiz». Su horizonte final era una revolución socialista.
Iraultza cometió alrededor de doscientos atentados en el País Vasco y Navarra contra entidades bancarias, locales de la Administración, sedes de la patronal, intereses extranjeros, comercios y más de medio centenar de empresas que atravesaban conflictos laborales. Pese a que en teoría solo pretendían causar daños materiales, el resultado de sus acciones fueron varios heridos y una víctima mortal.
El 27 de junio de 1986, a las 7.50 horas, José Miguel Moros Peña puso en marcha una máquina perforadora en una obra en Santurtzi. El calor y la vibración activaron un artefacto que, al explotar, le dejó gravemente herido. Moros falleció el 13 de agosto de aquel mismo año a consecuencia de sus lesiones. Natural de Portugalete, tenía 18 años y llevaba un par de meses trabajando en la empresa Constructora Urgandía. Era su primer empleo.
Iraultza justificó el atentado como una «protesta por la concesión de ayuda norteamericana a la ‘contra’ nicaragüense». Las 34 bombas que esta banda colocó en firmas como Ford, General Motors, Coca Cola o Firestone formaban parte de una «campaña de solidaridad contra los criminales planes del imperialismo yanqui», en referencia a las intervenciones militares de EE UU en otros países. Hoy nos resulta chocante, pero el Gobierno de la superpotencia llegó a temer que Iraultza se transformase en una seria amenaza para su seguridad en Europa.
La organización desapareció en 1991, pero un sector contrario a la dirección del EMK, que estaba en plena convergencia con la LKI, otro partido de extrema izquierda, se escindió para crear Iraultza Aske. Durante la década de los 90 aquel grupúsculo colocó otros 25 artefactos explosivos contra sucursales bancarias, oficinas de la Administración y empresas de trabajo temporal. La consecuencia fue una docena de heridos.
Más allá de la infundada alarma que provocó en algunos funcionarios estadounidenses, Iraultza fue una chapuza que causó un inmenso dolor. Por una parte, siete de sus integrantes fallecieron al estallarles las bombas que estaban manipulando. Evidentemente, tampoco consiguió sus objetivos fundacionales. En vez de provocar una revolución y emancipar a la clase obrera, Iraultza arrebató la vida a un obrero. Hace unos días se cumplió el 35º aniversario de aquel crimen, que ha pasado casi desapercibido. Sin embargo, es nuestro deber recordar a José Miguel Moros Peña. Hoy tendría 53 años.